COLUMNA PALCO PREMIER DEPORTES JORGE LUIS TELLESok

 

= Quinto capítulo en la historia del creador de Tomateros

 

= En la temporada en la que la Liga llevaba su nombre

 

= ¡Tenemos que ser campeones de nuevo! La consigna

 

= Aquella séptima entrada del sexto de la final de 1970

 

Don Juan Ley Fong falleció la mañana del 26 de marzo de 1969, mientras reposaba su desayuno y tomaba el sol en el jardín de su casa de la colonia Almada, ubicada a solo una cuadra del legendario estadio “Angel Flores”. Una de las mayores satisfacciones de su vida fue el campeonato logrado en la temporada 1966-1967 de la Liga Mexicana del Pacífico.

A la siguiente campaña del título, Culiacán alcanzó el subcampeonato; pero la reciente no había sido nada buena para el equipo guinda. Un quinto lugar que a don Juan no lo tenía nada contento. Y ya pensaba en sacarse la esquina para la siguiente, a la que nunca llegó.

Semanas después de la muerte del presidente del club Tomateros, la Liga Mexicana del Pacífico sesionó en la ciudad de Hermosillo y el acuerdo fue unánime: la temporada 1969-1970 llevaría el nombre de don Juan Ley Fong, como un reconocimiento expreso a lo mucho que este hombre hizo por el beisbol en Culiacán; por el del Noroeste del país y por el de todo México en general.

Para la siguiente edición del circuito invernal, el compromiso había crecido: ¡qué mejor manera que honrar la memoria de don Juan Ley con un nuevo título, justo en la temporada que llevaría su nombre! Esto se convirtió en una especia de obsesión para el clan y en especial para Juan Manuel Ley López, al heredar el liderazgo de su padre en todos los sentidos.

El reto, sin embargo, no era nada fácil.

La base que le dio la corona a Tomateros de Culiacán en 1967 estaba ya en franco periodo de caducidad. Se había agotado. Era justo el momento de hacer los cambios necesarios para hacer de Tomateros de Culiacán no solo un equipo competitivo y protagonista sino un candidato serio y firme al campeonato. Ganarlo de nuevo, lo tomaron los Ley López como una obligación, para mantener vigente el legado de don Juan.

Su hijo Juan Manuel, en una de las tantas conversaciones sostenidas entre febrero y marzo de 2011 – por las tardes, en la oficina principal del corporativo Ley – me lo contó así:

“La obra de mi papá, a favor del beisbol, era ya conocida en toda la república. Había inscrito a los Tomateros en el panorama nacional y prueba de ello es que años más tarde ingresó al Salón de la Fama del Beisbol Profesional Mexicano, cuya sede es el parque fundidora de la ciudad de Monterrey.

Cuando la Liga Mexicana del Pacífico tomó el acuerdo de imponer el nombre de mi padre a la temporada 1969-1970, la herida estaba muy fresca y dolía profundamente; pero, con campeonato o sin él, eso ya era una especie de bálsamo que paliaba nuestro sentimiento. Reunidos, los hermanos decidieron poner todo de nuestra parte para aspirar al título y de nuevo, como siempre, me entregaron su respaldo incondicional.

Ya corrían los meses de nuevo y en ese tiempo de reorganización del equipo pensaba: desde el cielo, don Juan nos va a ayudar; pero no le dejemos a él toda la chamba. Cada uno de nosotros deberá hacer lo que le corresponde. Ni más ni menos.

Y con el manager comenzó nuestro análisis:

Vinicio García nos había dado el título en 1967 y el subcampeonato en 1968; pero apenas un quinto lugar en 1969. Bueno, de todos modos el balance le favorecía. Además era, lo repito de nuevo, un gran amigo de mi padre. Una excelente persona. Todo un caballero, que imponía orden y respeto entre los jugadores, cosa que, créemelo, no es nada fácil. Así las cosas, no había más que buscarle: hablamos con él; le comunicamos nuestro acuerdo y le pedimos que nos hiciera un análisis del equipo en ese momento. Identificar debilidades y fortalezas y poner manos a la obra de inmediato.

Ganar un campeonato no es un compromiso a firmar ante un notario público. Es algo que nadie te puede garantizar; pero armar el mejor equipo posible ya es un buen paso hacia adelante.

Y comenzamos:

Contratamos, en principio, a un pitcher de Grandes Ligas, como lo era el cubano Pedro Ramos, ya un veterano, más todavía con mucho en su brazo de lanzar. Trajimos a los lanzadores John Morris y Dick Seminoff y a un bateador de mucho poder, Clarence Jones. Excepto Seminoff, todos de muy grato recuerdo de la vieja guardia de la afición de casa.

Aquí un dato muy pero muy relevante: en calidad de préstamo, solicitamos a los Naranjeros de Hermosillo a un novato llamado Maximino León, que alcanzo su consagración ese año y que se convirtió en un estelar del beisbol mexicano. Maximino solo jugó ese año con nosotros. Quisimos preservarlo; pero ya no hubo nada con Hermosillo. Mi compadre Arcadio Valenzuela me lo dijo clarito: “¡por nada del mundo!”

Otra contratación relevante: la de Rubén Amaro, estrella de los Yanquis de Nueva York. La adquisición del año.

El equipo lo complementamos con otros beisbolistas que vivían sus mejores momentos: Horacio Piña, José Soto, Angel Macías, Saúl Mendoza, Roberto Ortiz, Nicolás Vázquez, Graciano Enriquez, Rudy Sandoval, José Leyva, Ramón Reynoso, Heriberto Ruelas, Bernardo Calvo y Porfirio Ruiz.

¡Un equipazo!

Sin embargo, los Cañeros de los Mochis, que eran los campeones defensores, también tenían un verdadero trabuco y lo demostraron al ganar el rol regular de esa temporada. El “pley off” fue para nosotros y así quedó pactada la que fue una apasionante serie final.

Arrancamos aquí, con dos partidos, para celebrar tres en Los Mochis. Cuando volvió la serie a Culiacán teníamos ventaja de 3-2, con dos posibles por delante; pero estábamos determinados a ganar en el sexto juego. Sabía que si Mochis nos ganaba metería una enorme presión y podría arrebatarnos el campeonato.

El “Angel Flores” registraba un entradón de miedo y el público se notaba entre nervioso y expectante. Nadie quería un séptimo duelo. Así, antes del “play bol” me reuní con los muchachos y los exhorté ¡a dejar la vida misma sobre el campo de juego!

Les dije: hay mañana, pero no lo hay. Es ¡ahora o nunca!

Desde el desarrollo del partido mismo, lleno de incidentes, como ese de la séptima entrada provocado por nuestro cronista Agustín D. Valdez y el ampáyer Juan Lima. Destaco que el pitcher John Morris, tras ganar su apertura, ya se había ido a los Estados Unidos; pero mandé por él de regreso, en un avión especial. Morris era un pitcherazo y su reincorporación fortaleció el estado anímico del equipo.

Y pues el movimiento me dio resultado: Morris relevó a Pedro Ramos cuando ardía el rancho y entre los dos forjaron una victoria de 6 carreras contra 3, que represento el campeonato tan anhelado.

La fiesta en Culiacán parecía no tener fin.

Así, honramos la memoria de don Juan, quien, sin duda, nos dio una ayudadita desde el cielo. Aquí lo gozamos intensamente y en Los Mochis lo lloraron en el sentido literal de la palabra. Inventaron muchas cosas y hasta nos agredieron en los programas de radio de la época, a nosotros y al mismo presidente de la Liga (Horacio López Díaz). Todavía no perdonan ni olvidan; pero ese es el beisbol en la Costa del Pacífico ¡Pasión pura!

Hasta aquí lo narrado por Juan Manuel Ley López.

Para cerrar tema, sin embargo, va por nuestra cuenta lo acontecido en la séptima entrada, de aquel sexto juego de la gran final por el campeonato absoluto de la temporada 1969-1970 de la Liga Mexicana del Pacífico. Era un jueves, 15 de enero del mundialista año de 1970.

Tomateros llegó a la apertura de la séptima ronda con ventaja de 4-2 y con Pedro Ramos en el centro del diamante; pero los Cañeros estaban en la pelea: Obed Plasencia y Chico Rodríguez ligaron sencillos, sumados a una pifia de Graciano Enriquez en el jardín derecho, que le permitió a Obed llegar hasta la tercera almohada. Gregorio Luque cedió el primer out, con elevadito de faul a la receptoría y Gabriel Lugo paró los corazones de los aficionados con un largo tablazo por el prado izquierdo. Angel Macías capturó, pegado a la barda, pero no evitó la carrera del rechoncho Plasencia para poner las cosas en un estrujante 4-3.

Salía el sol para el cubano Pedro Ramos, sin embargo se ponía de nuevo, casi de inmediato: base por bolas a Emilio Sosa e infield hit de Sandy Valdespino y los senderos se pintaron de verde, ante la desesperación de los miles de aficionados en el graderío.

Y aquí vino John Morris al relevo para lanzarle al peligrosísimo Aurelio Rodríguez, quien cuido tres bolas malas y un cuarto lanzamiento que se cayó a la esquina de afuera. “¡Bola y se empató el juego!”, exclamo don Agustín D. Valdez, antes que Juan Lima, el ampáyer, marcara el pitcheo como “estraick”, cuando Aurelio comenzaba a caminar hacia la primera base.

Ahí ardió Troya y se armó una discusión fenomenal, que suspendió el partido por largos minutos, una vez que todos los verdes, sin excepción, querían comerse vivo al chaparrito ampáyer. La decisión, inapelable, se mantuvo y Aurelio volvió a la caja de bateo, para conectar un elevado al guante de Rubén Amaro en la segunda base, que representó el tercer out y la conclusión de la entrada. En la octava, un doble de Cisco Campos – padre de Pancho Ponches – metió dos carreras y puso el score final 6-3.

Hacia el final, Lima, de nuevo, fue objeto de la embestida verbal del manager Papelero Valenzuela, Aurelio Rodríguez y compañía y hasta la fecha es algo que no se olvida. La teoría del complot, 50 años después, persiste en las esferas beisboleras de la ciudad de Los Mochis.

Una joya de la Liga Mexicana del Pacífico.

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