La montaña

Tlatelolco, 51 años después.

columna oscar

 

Sesenta y ocho vives, la herencia no se pierde.

No bajamos los brazos, enhiesta la mirada.

Los espíritus libres harán que se recuerde

aquel año de lid al fulgor de una alborada.

Rosalío Morales

 

Comparto con ustedes mi participación en el homenaje a los héroes del 2 de octubre.

 

¿Cómo olvidar el año de 1968 si es un parteaguas en nuestra historia moderna? Tan grande fue el costo en sangre y tan contundentes sus consecuencias políticas y sociales que 1968 concluye de manera temprana el siglo veinte mexicano, para asomarse de manera anticipada con sus justos reclamos y afanes libertarios al nuevo milenio.

Empecemos reconociendo que hay una deuda inmensa del país hacia la generación del 68. Con los que cayeron en la masacre estudiantil la noche del 2 de octubre en Tlatelolco, con los que fueron víctimas de tortura, de encarcelamiento, de persecución y de desaparición forzada. Y esa deuda se extiende a toda la generación de jóvenes que tomó las calles y las plazas públicas para reclamar los espacios de libertad y democracia conquistados en la Revolución de principios del siglo y negados por los regímenes autoritarios priístas. Algunas jornadas heroicas fueron un digno antecedente de las batallas del verano y otoño de 1968. Cabe recordar con mucho cariño la defensa de la autonomía de la Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo en 1965 y la llamada Marcha por la Ruta de la Libertad de febrero de 1968, que partió del histórico pueblo de Dolores Hidalgo, Guanajuato, con la meta de arribar a la Ciudad de México, así como lo había contemplado el libertador Miguel Hidalgo en el año de 1810. Todos sabemos que esa marcha fue reprimida a la altura de Valle de Santiago, Guanajuato, por el Ejército mexicano. El gran apoyo popular que estaba conquistando no podía ser tolerado por el régimen de Gustavo Díaz Ordaz, por los grandes empresarios y banqueros. Había que impedirla y lo hicieron.

Demasiadas cosas negativas en materia de democracia y derechos humanos se habían acumulado para principios de 1968, como para que todo quedara como siempre: después de una despiadada represión, el silencio forzado que imponen las armas y los golpes. Pero 1968 estaba hecho de otro barro. Cualquier evento que involucrara a autoridades y estudiantes sería suficiente para emprender una lucha trascendente. El mes de julio abrió esa oportunidad. Y los estudiantes de la UNAM, del Politécnico y de la Normal tomaron las calles exigiendo castigo para las autoridades del Distrito Federal por represoras y la exigencia del diálogo con las autoridades como medio efectivo para solucionar problemas. El autoritarismo no lo permitiría. Y el movimiento atrajo a colonias populares y grupos de obreros de vanguardia, urgidos de ser escuchados por la autoridad.

Algunos momentos son determinantes para ese gran movimiento, entre ellos la represión en el Zócalo aquél 28 de agosto a un nutrido plantón de jóvenes que habían llegado horas antes y la toma de Ciudad Universitaria por el Ejército el día 18 de septiembre, que obligó al rector Javier Barros Sierra a renunciar a su puesto. Razón no le faltaba: no se podía tolerar la violación a la autonomía universitaria.

El 4 de agosto se formó el Comité Nacional de Huelga con representantes el IPN, UNAM, Normal, Chapingo y una representación de la Escuela de Agronomía de la UAS. En esa reunión se elaboró el famoso Pliego Petitorio del movimiento. Sus seis puntos son los siguientes:

1.Libertad a los presos políticos.

2.Destitución de los generales Luis Cueto Ramírez y Raúl Mendiolea, así como también el teniente coronel Armando Frías.

3.Extinción del Cuerpo de Granaderos, instrumento directo de la represión y no creación de cuerpos semejantes. 

4.Derogación del artículo 145 y 145 bis del CPF (delito de Disolución Social), instrumentos jurídicos de la agresión. 

5.Indemnización a las familias de los muertos y a los heridos que fueron víctimas de la agresión desde el viernes 26 de julio en adelante. 

6.Deslindamiento de responsabilidades de los actos de represión y vandalismo por parte de las autoridades a través de policía, granaderos y Ejército. 

Los generales Luis Cueto y Raúl Mendiolea no fueron los únicos ni los principales responsables de las represiones de 1968. Al frente del país y de las mismas estaban Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez, sin olvidar al general Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del Estado Mayor Presidencial y al coronel Ernesto Gutiérrez Gómez Tagle, comandante del Batallón Olimpia y al general Marcelino García Barragán, jefe del Ejército Nacional y a Fernando Gutiérrez Barrios al mando de la DFS y tantos jefes y oficiales cuya responsabilidad no es menor que los mencionados.

En la época de Vicente Fox se creó la Fiscalía Especial para los Movimientos Sociales y Políticos del Pasado a cargo de Ignacio Carrillo Prieto. La idea, se suponía, era fincar responsabilidades y hacer comparecer ante los tribunales a quienes cometieron delitos de lesa humanidad. Las principales energías se centraron en acusar a Luis Echeverría por el delito de Genocidio. Echeverría fue condenado por genocidio por el magistrado del Segundo Tribunal Unitario en Materia Penal y fue detenido y preso por más de ocho meses en su casa, por razones de edad. Pero el magistrado Jesús Guadalupe Luna Altamirano, titular del Tercer Tribunal Unitario en Materia Penal del Primer Circuito, determinó que sí hubo genocidio planeado y ejecutado por el gobierno de la época, pero que no quedaban responsables de los hechos. Y exculpó a Echeverría de esa responsabilidad.

Las cosas no deben ni pueden quedarse de ese tamaño. Debe abrirse un nuevo juicio con cargos muy claros y que incluyan a todos los que participaron en las represiones desde el 26 de julio, la masacre del 2 de octubre y las persecuciones de los días posteriores. Deben comparecer los oficiales y tropa que aún estén vivos, pero el juicio no puede terminar allí. La sentencia de responsabilidad por delitos de lesa humanidad también debe recaer en quienes ya están muertos, por una sencilla razón: ante la historia son responsables y como tales tienen que aparecer frente a las generaciones venideras.

Si reclamamos la no repetición de los hechos, la garantía para ello tiene dos candados imprescindibles: la sentencia condenatoria del derecho penal y la condena moral del pueblo. La segunda la emitió la sociedad desde hace 51 años, pero la primera sigue esperando una actitud diferente del Poder judicial. No habrá obsequios de los jueces, el Poder judicial tiene intereses. La sentencia condenatoria contra los genocidas del 68 es una tarea que hay que impulsar desde la sociedad. No vacilemos. No descansemos. Vamos por ella.