= Le cobra revancha a Naranjeros en la final de 1983
= Primer título para Paquín y debut de Nelson Barrera
= Año de la mexicanización, que puso a prueba a la LMP
Culiacán está adelante 3 carreras contra 0 en la apertura del noveno inning; pero ganar un campeonato en el circuito invernal mexicano no es nada fácil. Miente quien diga lo contrario. Hermosillo se acerca 3-1 y coloca en las bases la potencial carrera del empate, en medio del nerviosismo de la multitud. Antonio Pulido, el as del relevo guinda, calienta en el bull pen y ya está listo para venir al rescate; sin embargo, quien está en el centro del diamante es Salomé Barojas, el pitcher del año. Complicada decisión para Paquín Estrada, el manager-jugador del equipo local.
Paquín camina desde la receptoría hasta la lomita de pitcheo y cruza palabras con Salomé. Al fondo, Pulido espera la indicación del estratega mayor; pero la orden no llega. Le entrega toda la confianza a Barojas. La aparente tranquilidad del veracruzano contrasta notablemente con la expectación en el graderío. Hace tres años, Naranjeros le había ganado a Tomateros la final de 1980; pero el momento de la venganza está cerca y lejos, al mismo tiempo. Los aficionados (algunos 10 mil, muchos más de la capacidad del parque) están, como se dice, al filo de la butaca.
Donald Cañedo, méxico-estadounidense, está en turno, con el bat en sus manos, en actitud amenazadora. Salomé se concentra al máximo y luego de hacerlo faulear en tres ocasiones, lo domina con una rola por la intermedia, para el out 27 en la inicial y el “Angel Flores” semeja un volcán en erupción. La celebración es grande. Impresionante.
Y es que Ganar un campeonato en este circuito no es lo más importante. Es lo único. Va más allá de una satisfacción propia y un orgullo regional. Y que lo diga la gente de Culiacán y también la afición de todas las plazas de la Liga Mexicana del Pacífico.
Bien.
Entre el tercero y el cuarto título de los Tomateros de Culiacán – de enero de 1978 a enero de 1983 – transcurrieron cinco largos años, si la memoria no falla y si Pitágoras no era un vil charlatán. O sea: cuatro temporadas en estiaje, con la atenuante del subcampeonato en 1980, cuando los guindas cayeron en la final de esa campaña ante los mismos Naranjeros de Hermosillo, en un duelo de seis partidos que sentó las bases para la construcción de una sólida rivalidad deportiva entre ambas plazas, que se ha fortalecido con el paso del tiempo.
Serie de lujo, en la clasificación de los cronistas locales y “de etiqueta” por los de la capital del país, que en aquellos tiempos se vestían de enviados especiales de sus respectivos medios de comunicación – Esto, Heraldo, la Afición, Ovaciones, Sol de México, en fin – que aterrizaban aquí en la Costa del Pacífico, para la puntual cobertura del evento, a todo detalle, que quede claro. Tomás Morales, Jorge de la Serna, Enrique Kerlegand, Manuel Villasana y el entonces muy jovencito Gonzalo Camarillo, entre otros.
Duelo parejo, tremendamente disputado, que se definió en seis partidos; pero que vivió, en el quinto, su momento clave. Siempre hay ese instante. Y se vivió aquí en un recordado quinto encuentro.
¿Lo recordamos?
Naranjeros y Tomateros llegan parejos (2-2), aquí en Culiacán y de nuevo la entrada es de escándalo en la casa de los guindas. Maximino León, víctima de una gripe de pronóstico reservado, está escondido en lo más obscuro de lo que hoy llaman casa-club. Evita cruzarse en el camino del manager Cananea Reyes, ante la sospecha de que, con todo y gripe, le va a dar la pelota para ese quinto desafío, porque el llamado “Pelón Mágico” quiere regresar a Hermosillo, con ventaja en la serie. Y León es prácticamente garantía de victoria.
Y si. Es Max, quien aparece finalmente en la lomita y el veracruzano lanza su mejor juego de la temporada, para colgarle ocho ceros a los Tomateros, antes de salir a la novena entrada, con un 3-0 a su favor.
La gente, sin embargo, no pierde la esperanza y esta renace, cuando el chaparrito norteamericano de color, Donald Cosey, parquea la bola por todo el jardín derecho, para acercar a Culiacán, 3-1. Y la hazaña, de repente, está a la mano: Von Joshua atiza doblete por el callejón del left-center y Wayne Cage lo secunda con violenta rola de hit por arriba de la segunda almohada para poner las cosas 3-2. Sin out, Gary Gray, el cuarto en el orden, está en la caja de bateo y ¿Qué creen? Kiko Castro, manager emergente, ordena toque de bola, que Gray ejecuta bien para mover a la intermedia la potencial carrera del empate; pero la mitad del estadio (y hasta la propia banca de los Tomateros) cuestiona la decisión.
Ahí sale Maximino y toma su lugar Ray Murillo, para dominar a Rick Lancelotty con silbante línea por el prado izquierdo, magistralmente fildeada por Altar Green, para consumar el segundo out. El turno es ahora para José Elguezabal, antesalista titular; pero Kiko toma otra controvertida decisión: manda como emergente a José Bojorquez, quien asume turno convertido en un auténtico manojo de nervios. Con todo y eso, la estrategia de Castro parece funcionar, cuando “Chico Bojorquez” conecta descomunal batazo por toda la pradera izquierda, que levanta al público de sus asientos; pero la pelota de desvía a terreno de foul en el último instante. Bojorquez está ahora en cuenta de 0 y 2 y Murillo se faja y lo deja parado con un rectazo que se anida en la mascota de Sergio “Kaliman” Robles.
Cananea enloquece y festeja la victoria como el campeonato mismo, al tiempo que un sordo rumor sale de las tribunas mientras la gente comienza a buscar las puertas de salida. Ningún aplauso para nadie. Solo frustración.
Y un par de días más tarde, un domingo al anochecer, la ilusión termina: ataque de 3 carreras en el quinto capítulo sobre Vicente Romo borra superávit de 1-0 y coloca 3-1 el score.
Ya el marcador final.
Este recuerdo estaba todavía muy fresco en la mente de los aficionados de Culiacán. De ahí la impaciencia con la que esperaban el out 27, del sexto de la final contra Hermosillo en 1983, para saborear así las incomparables mieles de la venganza. Y bueno, pues como dice la canción: “qué bonita es la venganza, cuando Dios no la concede, yo sabía que en la revancha, te tenía que hacer perder…”
Aquel sábado 29 de enero de 1983, Maximino León – el eterno Maximino – le sostiene a Salomé Barojas el duelo de ceros, durante cinco entradas. En la sexta, Víctor Manuel Félix conecta globo por el jardín central, para empujar a Natanael Alvarado, con la primera carrera para los guindas.
Y vienen dos más en el séptimo inning ya sobre los lanzamientos del relevista Ramón Munguía: sencillo de Lupe Valle remite a Nelson Barrera y a Germán Barranca, con las carreras 2 y 3, para poner el juego en el frigorífico.
Con estas anotaciones fue que llegó Barojas al noveno episodio, en ventaja de 3-0, para el final ya descrito. Inolvidable.
Este artículo, sin embargo, no estaría completo, si no citáramos que: Paquín Estrada inició en ese año su carrera como manager, con el primero de seis campeonatos que le dio a Culiacán, más dos en Series del Caribe. Fue también el debut de Nelson Barrera, en esa temporada de las bodas de plata de la Liga Mexicana del Pacífico y también el año de la mexicanización.
Por todo eso ¡salud!