columna oscarVivimos en la República de la impunidad.

Tania del Río

Para hablar del prejuiciado caso Dreyfus (Francia 1894), Anatole France escribió La Isla de los Pingüinos. Fue su manera de cuestionar el sistema de justicia francés y los prejuicios sociales que le imponían límites inaceptables. Los intereses creados y la corrupción hacían de las instituciones de procuración y administración de justicia francesas del siglo XIX, un monstruo que poco tenía de afín con los valores y el ideal de la verdadera justicia.

Quiero tocar un caso muy concreto y que atañe a la Fiscalía General del Estado, pero como Anatole hago uso del recurso de lo imaginario para plantear los recovecos del caso y las consecuencias que tiene, mientras los compromisos de la institución con la sociedad quedan en medio de una gran interrogante. No se puede abordar de otra manera, como el cuerpo de esta denuncia dará a entender plenamente. Una cosa queda tan clara como el agua: callar en estas circunstancias es simplemente alimentar la impunidad y permitir el hundimiento de la Institución del Ministerio Público.

Un joven presenta una denuncia por amenazas, mientras su familia interpuso otra por desaparición del mismo. Dichas acciones toman cuerpo en el año 2022. Domicio, el joven del que hablamos, siempre tuvo fe en la autoridad y en las instituciones. Por su dicho, no siempre recibió el mejor trato de los ministerios públicos que atendieron su caso. Las amenazas regresaron con mayor insistencia y él buscó que las instancias que conocían su caso le dieran el seguimiento a que estaban obligadas. A los agentes investigadores del caso les ganó el principio de fatiga y el desgano. Por momentos su actitud hacía pensar que trabajaban para la contraparte.

Acudió ante la CEDH, con la esperanza de que al intervenir el organismo oficial de derechos humanos las carpetas de investigación caminaran, se protegieran la integridad física y moral del peticionario y todo concluyera con el triunfo de la justicia y la tranquilidad de Domicio y su familia. Pasaron los meses y las carpetas de investigación durmieron el sueño de los justos. Domicio no descansó, con la frecuencia que le permitía su trabajo y la ya intranquila vida familiar, siguió asistiendo a las agencias que llevaban las mencionadas denuncias.

En los últimos meses, sobre todo en las últimas semanas, adivinaba hasta las frases de los agentes de investigación encargados de su caso y de los ministerios públicos, palabras con las que buscaban una excusa por lo que no habían hecho. Pero nunca quiso que eso se volviera rutina y terminara por derrumbarlo. En cada visita a la autoridad buscó inyectarle ánimos a cada diligencia que se realizaba, aunque no encontrara eco entre los servidores públicos.

Pero una fatídica ecuación lo acompañó desde que su problema arrancó en ese malhadado 2022: en la medida que él insistía más en que la autoridad le hiciera justicia, la persona que lo había amenazado y que también lo privó de la libertad por un tiempo, más arreciaba las amenazas y presiones en torno suyo. Cuando le informaban a la contraparte de las visitas de Domicio a las oficinas del MP, entraba en cólera y presumía públicamente que no importaba, que la autoridad la tenía comprada y disponía del dinero suficiente para seguirlo haciendo. Una buena pregunta es ¿quién le informaba a ese mal ciudadano?

Un tanto desesperado por que su causa se había tullido en las oficinas de los ministerios públicos y en el interesado desgano de los agentes de investigación, Domicio buscó apoyo para ver a alguno de los jefes principales de la Fiscalía. Lo logró al fin. Y al salir de las oficinas de la Fiscalía, su semblante lucía más sereno y tranquilo, pues su fe en que la institución le haría justicia se había fortalecido en ese momento.

Pero la realidad suele ser más terca que nosotros y nos obliga a rectificar nuestra manera de ver y calificar los hechos. Todavía hacían eco las palabras del vicefiscal en nuestros oídos, por los compromisos de dar el debido seguimiento a las carpetas; todavía estaba caliente el asiento que ocupó Domicio en la oficina del alto funcionario; todavía no se borraba su sonrisa de esperanza, cuando el destino dio un giro inesperado en ese momento, pero sí temido desde hace tiempo: Domicio fue asesinado. Las cosas no terminaron allí, pues su padre fue privado de la libertad unas horas después, sin que le permitieran llorar a su hijo y sepultarlo como mandan nuestras costumbres.

Entre las conclusiones obligadas señalemos: que la Fiscalía no cumplió su compromiso de procurar justicia. Que, a pesar de solicitarle protección para la familia, actuaron más pronto los delincuentes y privaron de la libertad a don Domicio. En la audiencia Domicio denunció que cuando él se escondió para evitar más daño de la persona que lo amenazaba, el único que sabía del domicilio era el agente investigador. Quien lo amenazaba de pronto se presentó en ese lugar. ¿Quién le informó del domicilio? No cabe duda de que el pecado de filtrar información pudre a la Fiscalía. Y la impunidad ronda las carpetas de investigación y las oficinas del MP. La Fiscalía sólo puede reivindicarse en lo elemental a condición de que salve la integridad física y moral de don Raymundo y haga comparecer ante la justicia a quienes le arrebataron la vida a este joven que se fue creyendo que nuestras instituciones cumplirían plenamente con su misión. La Fiscalía no tiene disculpas ni mucho tiempo para cumplir. Vale.

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