columna oscar

La pandemia ha intensificado el asalto a la humanidad.

Existe una necesidad urgente de ayuda directa para los desempleados y los hambrientos.

Vijay Prashad

Salarios, pensiones y servicio (pago) de la deuda pública, principales renglones del presupuesto. Por años ha sido la estructura del gasto público y para el 2021 no será diferente, pero si más angustiante. Lo decimos porque con los apuros que nos obsequió el coronavirus y los aprietos de la recesión económica, el presupuesto federal no tendrá ni el impacto ni la dimensión real que su correspondiente de 2020.

Es cierto que la propuesta de Hacienda es que el Presupuesto federal para 2021 sea de 6 billones 295 mil millones, unos 188 mil millones más que el presupuesto de este aciago año (2.98 por ciento más). No contamos aún con los números finales de la recaudación 2020 (faltan más de tres meses para que concluya el año), pero hasta Pedro Aspe puede decirnos que si la economía cae en un 8 por ciento, la recaudación no será la proyectada y que ya se refleja en el retraso y la reducción de las participaciones federales a estados y municipios. Sin embargo, vayan nuestros mejores deseos para que la recaudación rebase los 6 billones anhelados. Porque el país lo necesita desesperadamente.

El presidente AMLO afirmó que la recuperación económica sería como una V: caída rápida y salida vertiginosa; su Secretario de Hacienda tiene otros lentes o al menos otro criterio y reconoce que llevará años, lo que funcionará muy parecido a una L (؆). La propuesta de presupuesto no tiene una reorientación radical que pinte raya sobre los compromisos que nos impone la deuda pública y que esté planeando el crecimiento sustancial del gasto público en la protección de los pobres (creando un ingreso universal), promoviendo la recuperación de la micro, pequeña y mediana empresa y apostando a la creación masiva de empleos. Tampoco hay nueva actitud fiscal ante los grandes capitales.

Entre las congojas que nos acarrea la deuda pública, hay dos elementos que ayudan a disminuir las aspirinas que alivian los dolores de cabeza: la evolución de las tasas de interés y que disminuirán las erogaciones por pago al IPAB (rescate bancario). Pero el costo financiero de la deuda pública, con todo ello representará el 2.9 por ciento del PIB (menor en 0.2 por ciento que el de 2020). Su dimensión será de 723 mil 900 millones de pesos. Este es un buen momento para renegociar algunos renglones de la deuda y la moratoria, pues el estado de necesidad en que nos deja la pandemia y la urgencia de iniciar la recuperación a buena andadura crean esas condiciones propicias, como lo han hecho en Argentina y otros lugares.

Para el presente año encontramos que los Programas sociales alcanzaban un monto de alrededor de 325 mil millones de pesos y que el costo del servicio de la deuda pública llegará a poco más de 754 mil millones de pesos. La relación entre uno y otro renglón marca un campo de injusticia que debe modificarse. Nos dicen que el área de Salud se beneficiará con 16 mil mdp más, que Educación contará con otros 11 mil 764 mdp y Bienestar con 8 mil mdp adicionales, pero esos recursos no modifican sustancialmente la relación Programas sociales-Costo del servicio de la deuda pública. La aspiración mínima para 2021 es que dicha relación pase del 49 por ciento propuesto al 65-70 el monto para Programas sociales en relación al Costo del servicio de la deuda. Las cosas en materia de recuperación y de justicia social encontrarían el trote que la llamada nueva normalidad exige. Ojalá que la crisis humanitaria que padecemos, en especial su terrible iceberg: pandemia, crisis económica y tropiezos en la seguridad, haya impuesto las lecciones elementales a diputados y senadores, para que los análisis de la propuesta de Presupuesto 2021, no estén ayunos de las necesidades y visión de sus electores y del país.

Algo pasa en materia de seguridad pública en México, pues la intervención de la Guardia Nacional en conflictos como el de la Presa La Boquilla en Chihuahua, termina, como en regímenes políticos anteriores con un saldo rojo. Ni el discurso ni la reiterada insistencia de sustitución de civiles por militares en la creación de la corporación mencionada, han resuelto el problema de una mala gestión de conflictos; independientemente de las manos e intenciones de quienes puedan estar atrás de dichos conflictos. Vemos dos grandes defectos en la gestión de inconformidades activas de alto calado: el uso de la fuerza pública no es el que reclama el entorno de un gobierno parido por la democracia, ni la intervención de las autoridades civiles muestran la sensibilidad, la vocación y la imaginación que se debe tener para priorizar la conciliación, buscando soluciones de saldo blanco. El luto nos estruja el corazón y es la aborrecida herencia que nos dejó el autoritarismo. Que la lamentable muerte de la campesina Jéssica Silva, del municipio de Meoqui, nos enseñe a ser diferentes ante cualquier conflicto social.

El homicidio de dos niñas en la sindicatura de Costa Rica replantea el problema de la llamada violencia de género. Su condición de mujeres, niñas (14 y 16 años), pobres y desamparadas, deben sacudir la conciencia social, pues no son dos números más a una cuenta creciente de violencia contra las mujeres. La crueldad que se ejerció contra esas niñas y la falla generalizada de las instituciones en torno a la violencia señalada nos obliga a la reflexión: el trabajo de prevención está reprobado, la labor de protección por las instancias a las que corresponde tampoco alcanza calificación aprobatoria y ¿qué decir de la autoridad que debe procurar justicia y de la que debe impartirla? “Chicas ingobernables”, fue una frase en torno al caso que ya le costó el puesto a la Procuradora municipal de niñas, niños y adolescentes. Nos preguntamos, ¿cuál será el costo para el resto de las instancias y autoridades mencionadas? Esperamos que no sea el grado de impunidad que guardan en general los casos de violencia hacia las mujeres, lo que dibuje ese costo. Vale.

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