columna oscarAquella época hacía pensar

que un mundo más justo era posible.

Diego Lucero Estrada

 

Todas las cosas trascendentes cuentan con una gota que derrama el vaso. Y la nacionalización de la industria eléctrica no es la excepción. En el verano de 1960 un furibundo e irrespetuoso Eugene Robert Black, presidente del Banco Mundial, entró al despacho presidencial para exigirle a Adolfo López Mateos la liberación de las tarifas eléctricas y un trato privilegiado para las compañías extranjeras generadoras de energía. Antonio Ortiz Mena, secretario de Hacienda, fue el testigo de esa afrenta. El viejo boxeador amateur y activista vasconcelista (López Mateos) sacó la casta y despidió como bien merecía al prepotente Gene Black.

 

Las cosas no pararon allí, encabronado por la actitud del representante del BM, que ya entonces se creía la institución dueña del mundo, López Mateos ordenó que se iniciara un proceso de recuperación de la industria eléctrica como patrimonio nacional. La medida no era fácil, pues se proponía en el marco de las nacionalizaciones en masa que Cuba llevaba a cabo en esos momentos en teléfonos, ingenios, latifundios, energía eléctrica, etc. Nada impidió que el 1 de septiembre se anunciara la mexicanización de la parte de generación eléctrica que estaba en manos de extranjeros. Y que el 27 de ese mes se reiterara dicha medida frente a un Zócalo a reventar de presencia ciudadana.

 

López Mateos observó detenidamente la reacción que se generó sobre Cuba y la que parió la coyuntura mexicana. Estaba consciente de que las cosas podían cambiar. Por eso frente a la gran manifestación en el Zócalo, adelantó: “No se confíen; en años futuros algunos malos mexicanos, identificados con las peores causas del país, intentarán de nuevo entregar el petróleo y nuestros recursos a inversionistas extranjeros”. ¿Se equivocó? No. Esa fue una pincelada de lo que vendría con los presidentes neoliberales.

 

En 2013, Enrique Peña Nieto promovió una contrarreforma constitucional, para terminar con el monopolio estatal en la producción y distribución de la energía eléctrica. Sepultó el sueño de 1960 dando vida a la pesadilla advertida aquel 27 de septiembre. Y también se asesinó la filosofía del Artículo 25 Constitucional, que establece la rectoría del Estado sobre el desarrollo nacional para garantizar que sea integral y sustentable. Las áreas estratégicas, entre ellas la generación de electricidad, como las define el Artículo 28, deben estar en manos del Estado. ¿Recuerdan el llamado Pacto por México? Pues ese acuerdo del espectro de partidos golpeó severamente la utopía que parió la Revolución de 1910. Peña Nieto y corifeos prometieron que vendrían miles de millones dólares en inversión extranjera directa, que impulsarían el crecimiento económico y, desde luego, que las tarifas serían más baratas. ¿Alguien de los presentes vio que esto sucediera en México?

 

En la justificación de la iniciativa de Ley de reforma eléctrica, se dice y con mucha razón, que los verdaderos objetivos de la contrarreforma peñanietista “fueron el despojo, la desaparición de las empresas energéticas del Estado y los beneficios ilimitados al sector privado”.

 

¿Qué se propone la reforma eléctrica actual? Cancelar contratos, eliminar a los reguladores (porque la CFE aparece hoy como una empresa más como las particulares), y garantizar preponderancia en el mercado eléctrico a la empresa pública (la CFE).

 

Se aspira también a la exclusividad del Estado en la exploración y producción del litio, pero no en la generación de energía eléctrica, pues el sector privado podrá participar hasta con un 46% de la capacidad en la producción, sin que pueda venderla de manera directa al consumidor. El Estado tendrá la preponderancia con el 54%. Esta reforma eléctrica impactará también en materia de hidrocarburos y del litio. Y ha provocado reacciones en el mundo de los negocios nacionales y extranjeros de manera desproporcionada. Hasta miembros del gabinete de EU han venido a presionar buscando modificar la iniciativa, mientras el tema se vuelve espinoso en nuestras relaciones con España, pues entre las grandes beneficiarias de la contrarreforma de Peña Nieto están Iberdrola, Naturgy, ACS, Acciona, Abengoa, Técnicas Reunidas, Elecnor y Duro Felguera. Esas compañías controlan el 49% de la inversión en materia eléctrica de México y España es el segundo país más importante por su inversión de capitales en nuestra patria.

 

La reforma eléctrica tiene mucho que ver con el derecho humano al acceso de la energía, pues para alcanzar una vida decorosa no se puede prescindir del servicio de electricidad y gas en los hogares. Y el único que puede garantizarlo es el Estado. La actual crisis sanitaria y económica nos lo ha demostrado hasta la saciedad. Emmanuel Macron, presidente de Francia y ajeno a las ideas socialistas ha dicho: “Lo que esta pandemia reveló es que hay bienes y servicios que deben ser colocados fuera de las leyes del mercado”. Y en primer plano están la salud, la vivienda, el agua y la electricidad. Por el error del que habla Macron, los pobres han sido marginados y se ha socavado el valor social de necesidades básicas.

 

Regresemos a la soberanía de la Nación el patrimonio energético y garanticemos a los pobres su derecho humano a los servicios básicos. Vale.

 

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