Se advierte, pues, que todo el mundo tiene conciencia de esa violencia
y que no se trata siempre de responder con una mayor violencia
sino más bien de ver cómo resolver la crisis.
Frantz Fanon
La violencia no tiene origen en nuestra cuna. No pocos afirman que de la mezcla entre conquistadores y conquistados en esta región de México (tierra de cahítas), resultó un producto violento. No faltan los que hurgan más atrás y nos dicen que desde las peregrinaciones del norte, la conducta violenta asomó en varios momentos mientras buscábamos la tierra prometida. Y hasta ubican a Tacuichamona como el centro ceremonial donde nació el culto a Huitzilopochtli, el Dios de la Guerra. Pero las diásporas de nuestros orígenes nos inclinan a ver búsquedas primigenias y utopías que tienen que ver sobre todo con el encuentro de tierras, climas y entorno favorable para el establecimiento de las culturas en ciernes.
Esta historia se remonta a la noche de los tiempos, mucho más allá del estadio de la cultura clovi y de las peregrinaciones que le dieron vida al tempranero Estado de Aztlán. Obligados por los eternos hielos que en forma de glaciares recalaban más allá de las coordenadas habituales de la vida terrestre en los últimos milenios o simplemente por la natural búsqueda de mejores condiciones de vida, a grandes zancadas cruzamos de un continente a otro o navegamos a través del inmenso Océano Pacífico para encontrarnos un dilatado continente constituido por inmensas cordilleras, pantanos, ríos, lagos y valles. Y en ese trayecto brillaron el carácter, la salud, la organización y la firme decisión de establecerse como cultura, como sociedad y como Estado. Pero la violencia como recurso habitual en la solución de problemas no había asomado su testa.
Lo decimos y reiteramos porque la actual crisis de violencia no tiene raíces en nuestros orígenes ni tampoco ha sido la imprescindible y odiosa compañía a través de los tiempos y de las innumerables generaciones que dejaron y dejan huellas en la geografía sinaloense y sus componentes montañosos, hídricos y semidesérticos. Y si la referencia es que los actos violentos que de manera sistemática o sistémica llevan a cabo grupos de poder en la sociedad, datan de hace decenas o en algunos casos centenares de años, eso nos trae la buena noticia de que, si el problema no es de siempre, es decir, no es parte de nuestro ADN, sí tiene solución.
En el día 92 desde el inicio de la crisis de seguridad, los números nos siguen abrumando: oficialmente 595 ciudadanos han perdido la vida, entre ellos 22 mujeres; 618 personas están nen calidad de desaparecidas, 13 policías han sido asesinados y 1772 unidades móviles fueron despojadas. A simple vista no hay claridad sobre un final de todo esto en el horizonte cercano. Las fiestas de fin de año siguen en la incertidumbre. Es tiempo de que inicien las posadas, época de comercio con altas ventas, es la hora de una verbena popular llena de familias. No marchamos a ese compás. Los movimientos sobre compras y festejos han dado un paso o dos al frente, pero acompañados de una alerta siempre.
Hay dos elementos que destacan en medio de las incertidumbres y cierto desespero en este fin de año: la ausencia de un acercamiento entre la autoridad y la sociedad, y la iniciativa que debe desplegar la sociedad, por su cuenta, si no hay propuestas de acercamiento de parte de la autoridad.
El uso del monopolio de la fuerza de parte del Estado, con el fin de controlar los exabruptos de la violencia, tiene el vigor que la Constitución le da y la aprobación de la sociedad que sufre el flagelo de las acciones depredadoras, pero el dilatado campo minado de tres meses nos prueba hasta la saciedad que la movilización de la autoridad no es suficiente para regresar la paz y tranquilidad a la vida pública. Es cierto que no ha hecho ejercicio de la capacidad de trabajo y atención que la SEPyC, el Sistema DIF, el ISJUDE y otras dependencias pueden desplegar, pero tampoco se observa en el corto plazo que esté a punto de lanzar a la acción a esas dependencias.
Es hora de que la sociedad civil valore su capacidad de acción y de imprimir el sello social a la actividad que tenemos que realizar para enfrentar, en el sentido correcto de la palabra, la situación de violencia que toca los diferentes espacios en los que se desenvuelve la sociedad misma. Las diferentes organizaciones de la sociedad, desde las de carácter empresarial, los sindicatos, las organizaciones populares y campesinas, los colegios de profesionistas, los vendedores ambulantes, las comisiones de derechos humanos y el resto de los grupos sociales organizados, debemos tomar la iniciativa. ¿Cuál es la primera tarea que debemos atender? Abrir el debate público sobre el problema de la violencia.
Constituida la sociedad civil en un frente, una amplia coordinación o como quiera llamársele, la siguiente tarea es elaborar la estrategia elemental que contempla al menos estos rubros: la condena de todo tipo de violencia a través de un manifiesto público suscrito por el mayor número de organizaciones y personalidades; el establecimiento de una mesa de diálogo permanente entre la autoridad y la sociedad civil; y el uso masivo de la bandera blanca como símbolo de paz. Nuestros abuelos originarios llegaron a estas tierras buscando paz y bienestar, no seremos nosotros los que renunciemos al patrimonio material y cultural que aquellos nos legaron.
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X @Oscar_Loza