columna oscar loza ochoaLV Aniversario

El machete no sirve para cortar tinieblas,

necesitamos imprimir palabras.

Juan Eulogio Guerra

Cincuenta y cinco años después, somos dos generaciones que no se rindieron y se mantienen en lucha contra el olvido. Aquí estamos, pensando con Mario Benedetti que “el olvido está lleno de memoria, pero también es cierto que la memoria no se rinde”. Quienes nacimos a la vida pública creyendo en la utopía renovada de la Revolución de 1910, tomamos las calles y las plazas públicas en aquellos aciagos días de 1968.

Las exigencias de las manifestaciones juveniles en las marchas hablan de que la senda por la que se encaminaba la generación del 68 ya la habían trazado otros. Los mineros de Nueva Rosita, Coahuila, marcharon desde la zona minera del norte hasta la Ciudad de México. Sus mujeres caminaron junto a ellos los mil 400 kilómetros de la Caravana del hambre en 1951, reivindicando las demandas obreras de sus maridos; los ferrocarrileros llevaron a cabo dos grandes huelgas bajo el principio de la autonomía sindical y la defensa de los salarios; los médicos y los maestros buscaron dignificar el trabajo y hacer valer sus derechos como trabajadores en sendos movimientos que le dieron otro sentido social a la medicina y a la educación pública.

El movimiento ferrocarrilero nos dejó dos héroes obreros en la cárcel: Demetrio Vallejo y Valentín Campa. Eran los más destacados presos políticos de los que se reclamaba su libertad en la marchas y mítines de 1968. Junto a las pancartas con la foto del Che Guevara, lucían otras que portaban con orgullo las imágenes de Vallejo y Campa. No faltaron las cartulinas que caricaturizaban a Gustavo Díaz Ordaz, presidente del país, fiel a su perfil de represor y rencoroso contra todo lo que oliera a democracia o a sueños que dibujaran otra vida para los pobres de México.

Las demandas centrales del heroico movimiento de 1968, fueron: libertad de todos los presos políticos; derogación del artículo 145 y 145 bis del Código Penal Federal; desaparición del cuerpo de granaderos; destitución de los jefes policiacos Luis Cueto, Raúl Mendiolea y A. Frías; indemnización a los familiares de todos los muertos y heridos desde el inicio del conflicto; y deslindamiento de responsabilidades de los funcionarios culpables de los hechos sangrientos.

En 1951, la respuesta del presidente Miguel Alemán fue ignorar la Caravana del hambre. No recibió a los obreros del carbón y a sus mujeres. Esa negra historia la repitió Díaz Ordaz en 1968, porque nunca mostró ninguna disposición al diálogo. El autoritarismo, en ambos momentos, se impuso; pero con un Estado más desgastado en 1968.

Y después de la dolorosa jornada de la noche de Tlatelolco del 2 de octubre, el gran poeta Chiapaneco Jaime Sabines, hace el sentido recuento de los daños en estos términos:

Nadie sabe el número exacto de los muertos,

ni siquiera los asesinos,

ni siquiera el criminal.

(Ciertamente, ya llegó a la historia

este hombre pequeño por todas partes,

incapaz de todo menos del rencor.)

Tlatelolco será mencionado en los años que vienen

como hoy hablamos de Río Blanco y Cananea,

pero esto fue peor,

aquí han matado al pueblo.

La inteligencia mexicana deja el registro exacto de lo que pasó en la Plaza de las Tres Culturas. Lo hicieron Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis, Rosario Castellanos y Juan Eulogio Guerra Aguiluz. Rosario Castellanos, lo hizo así:

No busques lo que no hay: huellas, cadáveres,

que todo se le ha dado como ofrenda a una diosa,

a la Devoradora de Excrementos.

No hurgues en los archivos pues nada consta en actas.

 

Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria.

Duele, luego es verdad. Sangre con sangre

y si la llamo mía traiciono a todos.

Si hay una infamia nacional en que los responsables nunca fueron juzgados y castigados, es la matanza de Tlatelolco del 2 de octubre de 1968. El único en comparecer fue Luis Echeverría, secretario de gobernación en esos días. Tuvo arraigo domiciliario temporal por el delito de genocidio, pero sobró manera de liberarlo de esa culpa.

 

El pueblo de México sabe, por experiencia de larga data, que los represores y malos gobernantes siempre han encontrado una manera de protegerse, que ni las leyes, ni el Poder Judicial, ni las prácticas desde el Poder han permitido la justicia plena y llana para este tipo de delito, que son delitos de lesa humanidad. Ha sido y es la condena moral el último recurso del pueblo para enviar al basurero de la historia a quienes han ofendido tanto a la sociedad mexicana y a su historia.

Cuanta razón tiene “el Locho” Guerra cuando blande uno de sus hermosos poemas para decirnos:

¡De pie!

¡Despierten

barrigas llenas!

La tierra está en movimiento

y todavía falta por decir

muchos pensamientos;

si quieren seguir soñando

sigan soñando despiertos

que México tiene insomnio

por lo que debe a sus muertos.