columna oscar loza ochoaLas guerras sin fin no las ganan las sociedades.

Luis Astorga Almanza

 

̶ La indiferencia es una de las formas más certeras y sutiles de la violencia. ̶ Dice Tania del Río en su sensible libro Las rastreadoras. ¿Qué pueden decir los centenares de miles de familiares de víctimas? Mientras tanto, el silencio no es la actitud indicada para el resto de la sociedad. Los sucesos que más lastiman la convivencia humana y que dejan una huella indeleble en todos nosotros, obligan a modificar actitudes y políticas públicas desde las altas esferas del Estado, so pena de sufrir graves consecuencias de no hacerlo.

 

Luego de sobrevivir a la aciaga jornada del 5 de enero pasado y al Quinto Desplazamiento Interno que se inició los días 28 y 30 de julio anterior, medios de comunicación abordan un análisis interesante sobre el trabajo en materia de seguridad de corporaciones policiales, locales y federales, y el que corresponde a las fuerzas armadas. El título está muy fuerte, pero el contenido está lleno de datos, de lugares y de hechos que todos conocemos. Permiso para matar, es la cabeza de todo un ensayo o reportaje periodístico de fondo, que nos lleva de golpe a ver una realidad muy cruda y que obliga a la reflexión y a no quedarnos pasmados.

 

El texto arranca con el caso de la chihuahuense Yolanda Adriana Ramírez Soto, muerta inexplicablemente a manos de la Policía Federal cuando paseaba en compañía de su pareja y con dos niñas. La versión de los agentes policiales se impuso. También se cuenta la historia de un jornalero michoacano, levantado por la Guardia Nacional cuando pizcaba limón. Testigos del hecho sobraron en su momento, sin que ello valiera para hacer que los autores del ilícito regresaran a su víctima. El trabajo de investigación realizado por Noroeste y por Animal Político tiene su mérito y nos lleva de la mano a dimensionar la verdadera participación de las autoridades relacionadas con la seguridad pública en el país.

 

La investigación realizada en alrededor del noventa por ciento de entidades federativas del País, arrojó una muestra de 1 mil 524 casos en los cuales identificamos desde desaparición forzada, homicidios y hasta ejecuciones extrajudiciales. Para dimensionar el problema de una crisis humanitaria en materia de seguridad, las cifras dadas a conocer no resultan pobres. Y desglosadas por sexenio perfilan muy bien lo que en cada gobierno se queda en daños irreparables. La atención se concentra en las 444 homicidios, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas atribuidas a fuerzas policiales estatales y federales durante el gobierno de Felipe Calderón; además de los 713 casos tan graves como los anteriores de la época de Peña Nieto; y los 308 que se han acumulado en el gobierno de AMLO.

 

Destaca en el análisis un razonamiento muy válido sobre la estrategia aplicada desde 2006 ante los problemas de violencia: la confrontación armada, como política pública de seguridad. Preocupa saber que, si de un lado hay un comportamiento generalizado de culto a la violencia, como recurso primero y último de gestión y solución de intereses y de la economía ilegal, la respuesta del Estado no antepone medida alguna que, sin dejar de imponer la ley y el respeto a la legalidad, ahorre vidas, dolores y traumas sociales. Tres sexenios consecutivos, uno del PAN, otro del PRI y el actual de MORENA, dos de derecha y uno progresista, no se diferencian mucho en la aplicación de medidas para enfrentar la cada vez más complicada situación en materia de seguridad.

 

Cuando la presente administración federal camina su último tramo, sin haberse sacudido las viejas concepciones sobre seguridad, que elevaron el costo social y económico en un pretendido esfuerzo por disminuir la violencia y el delito en México, justo es que empecemos a exigir a quienes tomen la conducción del país en el otoño de 2024, un cambio de concepción sobre el problema de la violencia y cambio de estrategia. Y empecemos a reconocer que en el país no existe solamente la persecución de bandas criminales organizadas por parte del Estado. Existe un conflicto armado interno desde 2006, que pauta las políticas públicas de seguridad y que influye fuertemente en la vida económica y en el comportamiento de todos los grupos sociales.

 

Los conflictos armados que no tienen valladar se convierten en vectores de descomposición social, que vuelven fallido al Estado en los puntos débiles del ejercicio de su poder, al principio. Y después invaden verdaderas zonas de importancia para la cohesión nacional de la República. Luego ponen a una Nación en la disyuntiva de parar en seco esa amenaza o de sucumbir ante los demonios sueltos de la violencia. Lo sucedido en los cinco desplazamientos internos en Sinaloa y en tragedias como las de Tlatlaya, en el Estado de México o Ayotzinapa, Guerrero, tienen una historia llena de reclamo por las complicidades y malas conductas desde las filas de corporaciones policiales de todos los niveles y de las fuerzas armadas.

 

En Sinaloa se prepara un cambio de mandos en la Policía Estatal Preventiva. Y llama la atención a que dicho cambio no ha llevado a realizar el obligado balance del trabajo y de las omisiones cometidas por quienes ya se fueron. Sólo nos informan que vendrán otros jefes, militares también, sin que haya un mínimo examen para quienes ostentarán tan importante responsabilidad. Nuestra realidad nos urge a plantearnos un nuevo comportamiento frente a la inseguridad. Si hay un conflicto armado interno y las políticas públicas que atiende ese cáncer han fracasado de manera rotunda, ni duda cabe que debe haber cambio de la medicina. El presente y el futuro de nuestros hijos y nietos vale todo el esfuerzo que hagamos por terminar con el fenómeno de la violencia. Urge la implementación de una estrategia que priorice la paz, bajo la divisa de respeto a los derechos humanos. Vale.

 

 

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