Hasta el momento nadie sabe a ciencia cierta cómo habrá de terminar la pandemia del COVID-19 y los alcances de las repercusiones económica en el mundo, aunque inédita y extraordinariamente grave para todos, no es comparable ni a las grandes guerras, ni a la influenza española que acabó con 40 millones de habitantes en 1918, el 2 por ciento de la población del planeta en aquel entonces.
Es terrible lo que vivimos, muy grave para todos, pero 350 mil muertos y 5 millones de infectados, no tienen comparación con la gripe española y los 50 millones de muertos en la 2° guerra mundial, pero de algo tiene que servir el daño, dolor y frustración por todos los enfermos y muertos, así como los rezagos y vilezas que exhiben las élites gobernantes en prácticamente todo el mundo.
De por sí vivir en la precariedad y la pobreza es duro y muy difícil, pero lo es mucho peor cuando esa pobreza se da en los momentos que la humanidad produce tanta riqueza y tan rápido, cuestión que nos desnuda y refleja lo peor de la condición humana: La vileza.
Porque no se puede catalogar de otra manera las descomunales acumulaciones de riqueza rodeada de tantas necesidades y pobreza que rebasan ya los 2 mil millones de personas que sufren hambre en el planeta, el 25% de la población mundial.
Esta situación de crisis que vivimos ha puesto al desnudo y a la orden del día el tema nodal del mundo y alguna manera proporciona la oportunidad de una catarsis de las sociedades del mundo que le puede permitir racionalizar esta desigualdad y el momento de hacer algo.
La pandemia y la crisis económica es cierto que sus daños no son de mayor impacto que las grandes guerras y la gripa española, pero alcanza para mostrarnos la fragilidad de los cimientos de nuestra civilización, que cualquiera de los cataclismos que nos azote puede terminar con la misma existencia del hombre.
Ha sido el COVID-19 pues un preludio de lo peor que nos puede ocurrir, porque así como el virus está también el deterioro ambiental y la desigualdad social y económica, que pueden ser peores de lo que actualmente se encuentran.
Por eso, pensar en la “nueva normalidad” para volver a las actividades, reactivar nuestras labores, es simplificar enormemente la complejidad del problema. Afortunadamente debemos sentirnos afortunados, pese a todo el daño y dolor de la pandemia, porque es posible continuar la vida, pero ¿Cuántas oportunidades más nos dará la vida para corregir los daños que hemos causado? No lo sé.
Pero ya lo escribió hace 150 años Federico Engels, después de la primera gran revolución industrial en Europa, de que sería ese desarrollo tecnológico el que acabaría con la humanidad y hasta se atrevió a pronosticar un periodo para que ello ocurra, por lo que parece que va llegando.
Por eso es indispensable pensar más allá de nuestras heridas y colocar en el centro de nuestras reflexiones y decisiones, esos riesgos que quizá aún se pueden evitar. Tenemos nuevas oportunidades, no las desaprovechemos.