columna joseluisEl próximo primero de junio, en medio de un clima de desconfianza e incertidumbre, se llevarán a cabo las elecciones para jueces, magistrados y ministros de una parte del poder judicial de la federación, sumando a este momento crítico, el sufragio para algunos jueces y magistrados de los estados.

 

Este proceso, que podría considerarse una oportunidad para fortalecer nuestra democracia, se ha convertido en un soberbio desbarajuste, como se anticipó desde un principio. La razón es simple: los ciudadanos enfrentan la elección de una vasta cantidad de nombres, en su mayoría desconocidos, quienes carecen de cualquier tipo de identidad que permita a la población contar con el mínimo conocimiento para ejercer su voto de manera informada y consciente.

 

Desde el inicio del proceso de reforma al poder judicial, el panorama ya se vislumbraba problemático. Lo que se ha desencadenado es un verdadero fraude, que ha transformado esta elección en un mecanismo de control estatal, erigiendo otro pilar de la autocracia que ha venido construyendo la 4T y el partido Morena.

 

Si alguien tiene dudas sobre el deterioro de nuestra democracia, basta con recordar las elecciones presidenciales del junio de 2024, donde se evidenció otra elección de Estado, incapaz de otorgar a la 4T la mayoría constitucional en el Congreso. Esta falta de legitimidad condujo a la manipulación del Instituto Nacional Electoral (INE) y del Tribunal Federal Electoral (TFE), en un ciclo implacable de compra de votos que culminó en lo que muchos califican como una mapachada.

 

Con el dominio constitucional en ambas cámaras del Congreso, así como en los congresos locales, se tejieron las condiciones necesarias para implementar la reforma de ley del poder judicial que mejor convenía a los intereses del régimen imperante. La elección por voto popular de jueces, magistrados y ministros no fue más que una maniobra oportunista, mirando hacia el fortalecimiento de su hegemonía.

 

En un giro cínico de los acontecimientos, la complicidad del TFE permitió limitar todas las decisiones de la Suprema Corte, que bajo la dirección de la ministra presidenta Norma Piña había asumido el rol de defensa de la Constitución. El tribunal electoral, en un acto de autoritarismo, determinó que era competencia exclusiva de ellos manejar el proceso electoral para la elección de jueces, magistrados y ministros, socavando así lo que hasta entonces era el último bastión de resistencia frente a la impunidad. Con este movimiento, se concretaba la coronación de una farsa que, en pocas semanas, se consumará el primero de junio de 2025.

 

El paso siguiente es el registro de candidatos, el nombramiento de planillas y la organización de un proceso electoral absolutamente descafeinado. Todo ello ha quedado en manos de la camarilla de la 4T, incrustada en el TFE, el INE, la Cámara de Diputados y el Senado. Ante este panorama, es evidente que el abuso y la arbitrariedad han sustituido lo que alguna vez fueron procesos democráticos, convirtiendo la supuesta elección en un auténtico tinglado destinado a un fraude colosal.

 

Si uno busca algún rasgo mínimo de democracia en la organización y desarrollo de este proceso electoral, no encontrará nada. La democracia y los ciudadanos se encuentran desprovistos de toda defensa posible. En estas circunstancias, es claro que la intención de Morena y la 4T es clavar otro clavo en la cruz de nuestra democracia, erigiendo altísimos muros que refuercen la autocracia que han moldeado con tanto cuidado.

 

Es cuestión de reflexión: ¿es factible albergar alguna duda sobre la naturaleza fraudulenta de este proceso? Ante un escenario tan oscuro, vale la pena preguntarse si realmente conviene participar en esta farsa. Yo creo que no. Es urgente cuestionar y resistir ante esta simulación, antes de que el daño a nuestras instituciones sea irreversible.