columna jorge luis telles circular

= Estigma que lo acompañó hasta concluir su administración

 

= Heredó un Estado convulsionado de su antecesor Calderón

 

= El secuestro de AGCV por el comandante de la Zona Militar

 

= “A mi tráiganme pruebas, no solo acusaciones”, decía Toledo

 

En su primer año como gobernador de nuestro Estado, Antonio Toledo Corro tenía dos frentes abiertos, por donde le entraban verdaderos cañonazos un día si y al otro también: uno de ellos era sus marcadas diferencias con la Universidad Autónoma de Sinaloa, como reacción a su intento de quitarle el control de las escuelas preparatorias; el otro, las insinuaciones veladas de ligas con el narcotráfico, a través de uno de sus más cercanos colaboradores, tema recurrente de algunos medios de comunicación, sistemáticamente críticos de ATC.

Acontecimientos suscitados en la administración de Calderón, ligaban a Toledo Corro con ese pasado de manera prácticamente directa. Las sospechas de nexos con el narco fue un estigma con el que don Antonio tuvo que navegar a lo largo de su gobierno y de las que, curiosamente, logró desasociarse solo años después de concluido su gobierno.

Veamos algo de esto en retrospectiva:

La operación Condor era un hecho aún reciente, al advenimiento del régimen toledista. Llegó a Sinaloa en el gobierno de Alfonso G. Calderón Velarde y desde el momento mismo de su arribo hizo una demostración mediática de fuerza, con un imponente desfile militar que recorrió las principales calles de la ciudad y que los culichis vieron con un sentimiento entre el beneplácito y la desconfianza. El problema derivado de la delincuencia organizada era tan fuerte, que muchos dudaron que con este operativo, la tranquilidad regresaría a nuestra ciudad.

Cierto, como resultado de la “Condor”, no pocos capos del narcotráfico de aquella época abandonaron Culiacán – en la conocida “operación cucaracha” – y fincaron su domicilio

en la ciudad de Guadalajara; pero, para desgracia del gobierno federal, el problema no terminó ahí, sino simplemente cambió de escenario. Lamentablemente la perla tapatía se convirtió, entonces, en el epicentro del narcotráfico y aquí, en Culiacán, persistieron los remanentes de la actividad y también las múltiples acusaciones contra efectivos del ejército mexicano, acusados de vejaciones, violaciones y abusos de autoridad, especialmente en su accionar por la serranía sinaloense.

En el segundo año de gobierno de Calderón, la ejecución del Mayor Gustavo Sámano – en Paliza y Leyva Solano – sacudió las estructuras del sistema de seguridad de Sinaloa y se constituyó, de paso, en una verdadera prueba de fuego para el mandatario, al resquebrajarse de manera notable sus relaciones con el comandante de la Novena Zona Militar, el general Ricardo Cervantes García Rojas, por cuyas oficinas, en lo más adentro del cuartel, desfilaron todos los funcionarios del gobierno estatal de las áreas de seguridad; entre ellos: Amado Estrada Rodríguez, el Procurador; José de Jesús Calderón Ojeda, director de Gobernación y Samuel Escobosa Barraza, secretario particular del Ejecutivo.

A Calderón, según la reseña de José María Figueroa Díaz en su libro “Los Gobernadores de Sinaloa 1831-1996”, le tocó el primero de mayo de 1978, justamente al término del desfile por el Día del Trabajo, cuando fue invitado a platicar a las instalaciones de la Novena Zona Militar, por su comandante, el general García Rojas.

“A Calderón – relata el inolvidable “Chema Figueroa” – lo escoltaron hasta las oficinas, los más cercanos oficiales al comandante. Calderón creyó que sería una simple conversación; pero esto se convirtió en un largo y feroz interrogatorio. Al cabo de unas horas, después de tres o cuatro tasas de café, el gobernador intentó despedirse, bajo el argumento de que tenia negocio que atender, a lo que el general le contestó: “si usted tiene negocio, yo también; vamos a seguir platicando”.

Añade el viejo periodista (qepd):

“Transcurrieron ciento veinte largos minutos para que se le permitiera al gobernador salir de la prisión militar. Fue un secuestro, en el sentido literal de la palabra”.

Cinco días más tarde, durante el acto de jura de bandera de conscriptos, remisos y anticipados, en la Novena Zona Militar, también fueron detenidos tres escoltas de Calderón: Isidro Monge, Cutberto Meza Quevedo y Ramón Benitez. Posteriormente – también según la crónica de Figueroa Díaz – fueron aprehendidos por la milicia (en la Cruz, Choix y Escuinapa), doce elementos de la Policía Judicial del Estado, de quienes jamás se supo su paradero.

“El general Cervantes García Rojas – concluye “Chema” – estaba seguro de que los custodios de la seguridad personal de Calderón Velarde, eran los asesinos materiales del Mayor Sámano”.

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Y bien.

De regreso a Toledo Corro, el gobernador de Sinaloa entre 1981 y 1986, era especialmente sensible a todo tema relacionado con el narcotráfico, máxime que era tomado como un punto de referencia en diversas ocasiones. Una de ellas, incluso, protagonizado por la cónsul del gobierno de los Estados Unidos, quien lo acusó de vecindad y amistad con uno de los principales capos de aquella época. La cónsul nunca precisó si se refería a su casa de Mazatlán o a su rancho, en Las Cabras; pero, de cualquier modo, la reacción de ATC fue furibunda, contenida solo por la institucionalidad hacia un representante del gobierno norteamericano.

Había que darle por ahí a Toledo para hacerlo encabronar con facilidad, si esa era la intención. Y en efecto, eso fue lo que sucedió una mañana de aquellas en Palacio de Gobierno.

A gestiones del secretario general de Gobierno, Eleuterio Ríos Espinoza – en ese puesto, tras el fallecimiento del licenciado Marco Antonio Arroyo Camberos -, Toledo Corro aceptó recibir, en audiencia privada, a dos reconocidos abogados de la época de los ochentas y notarios públicos por añadidura: Eduardo Urrea y Jorge Raúl Gil Leyva; éste último, hijo del licenciado Francisco Gil Leyva, de todos los afectos del entonces gobernador.

-Le van a plantar un tema delicado, señor gobernador; pero que se tiene que atender de inmediato, para el bien de Sinaloa – le había anticipado Eleuterio a Toledo.

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Así las cosas, aquella mañana llegaron ambos jurisconsultos hasta el despacho del jefe del Ejecutivo, acompañados por el propio Ríos Espinoza. Traían un documento en mano, el que Eduardo Urrea comenzó a leer, a una señal del ciudadano gobernador.

Todo había comenzado bien, sin mayores complicaciones; sin embargo, en la medida que avanzaban en la lectura del escrito, el rostro de Toledo Corro comenzó a transfigurarse de manera sustancial, como si fuese un documental sobre el “Hombre Lobo”; les dirigió a los tres (incluido Eleuterio) una mirada capaz de asesinar al mejor portado y dio un manotazo sobre la mesa de centro, para exigir una explicación clara y precisa de los señalamientos en el documento.

¿Qué era lo que decía ese famoso papel?

Entre otras cosas, que el “buen resultado de su gobierno – primero el muletazo, por supuesto – se opacaba radicalmente con las conductas de algunos de sus colaboradores, sobre quienes pesaban muy serias sospechas de mantener una relación abierta y continua con la delincuencia organizada de Sinaloa”.

Exaltado, irritado, notablemente molesto y tras ponerle fin a la lectura, Toledo Corro les dijo:

-A mi señores, no me vengan con cosas. Esto que ustedes están haciendo es una acusación muy seria contra uno o algunos de mis colaboradores, cuyo nombre no tienen la valentía de mencionar. Si están tan seguros de lo que dicen, tráiganme pruebas, una sola y yo sabré actuar en consecuencia; pero quiero pruebas, no solo sospechas o especulaciones.

Urrea y Jorge Raúl Gil Leyva, lo mismo que Ríos Espinoza, estaban petrificados en sus asientos, con el rostro descompuesto y quizás con deseos de abandonar el despacho de manera inmediata, para ponerse a salvo de la furia del Tigre; pero todavía Toledo Corro se dirigió a Eleuterio para preguntarle:

-Y usted licenciado: ¿está de acuerdo en lo que dicen estos señores…?

-No…no señor – contestó, quien hasta ese día se sentía un poderosísimo secretario general de Gobierno – yo…desconocía el documento.

-Si lo desconocía ¿Cómo es que viene con ellos y avala sus acusaciones?

-Señor, no es que los avale; pero no son señalamientos ni acusaciones; simplemente es una percepción de la sociedad – intentó defenderse Ríos Espinoza.

-Qué percepciones ni que la chingada – vociferó el gobernador – y claro que son acusaciones; pero, usted lo sabe bien, licenciado, y ustedes también, las acusaciones sin pruebas ni fundamentos no valen absolutamente nada.

Y les insistió:

-Serán bienvenidos cada vez que vengan aquí; pero, les repito señores: nombres, nombres, sobre todo y pruebas, pruebas legítimas y creíbles, para poder actuar conforme a la ley.

Toledo Corro ni tan siquiera de despidió del pequeño grupo. Se levantó de ese asiento, para dirigirse a otro rincón de su despacho y para continuar con el desahogo de su agenda, en la medida que su estado de ánimo lo permitiera. De ese tamaño era su sensibilidad a un tema que le incomodaba, que evidentemente le molestaba y con el cual transitó a lo largo de su administración.

Subrayamos: fue hasta años después, ya concluida su administración, cuando pudo liberarse de las especulaciones en tal sentido, para obtener, plenamente el aval de la sociedad. Y quizás no haya sido el mejor gobernador del Estado; pero si, hasta ahora: el mejor exgobernador, al desatenderse por completo de los temas políticos de la entidad.

Y de su relación con la Universidad Autónoma de Sinaloa, ya platicaremos después. Es otro gran tema de la historia d nuestro Estado.

Ya lo verá usted.

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