= Evaluaba resultados del plan de desarrollo de los Altos
= Inauguraba además la red de telefonía de la sierra
= Testigo de ello, Rosa Luz Alegría, representante de JoLoPo
= Milagrosamente nos salvamos de posible accidente fatal
Aquel nublado día de agosto de 1980, el gobernador Alfonso G. Calderón Velarde tenía sus muy buenos motivos para celebrar:
-Su cumpleaños, en primer lugar.
-La culminación de su plan de desarrollo de Los Altos de Sinaloa. Uno de los programas emblemáticos de su sexenio.
Y además:
-La inauguración de la red de telefonía rural, cuya señal se extendería a lo largo y ancho de la sierra de nuestro Estado.
Es por eso que la fiesta era grande en la comunidad de San José de Gracia, municipio de Sinaloa – cerca de los límites con Chihuahua -; concretamente en una finca amplia, pero rústica, de arquitectura serrana, cuya propiedad se le atribuía al propio gobernador Calderón. Y engalanaba la celebración, la muy guapa Secretaria de Turismo del gobierno federal, Rosa Luz Alegría, la representante del presidente de la República, José López Portillo.
La agenda contemplaba, entre otras cosas: un desayuno, de entrada; reunión de evaluación del plan de desarrollo de Los Altos; una llamada con el presidente López Portillo, para inaugurar la telefonía rural y finalmente la comida de cumpleaños. Había, para todo el programa, un representante del candidato a gobernador (Toledo): Miguel Ángel Fox Cruz.
Ese día, todo el aparato gubernamental de Sinaloa estaba ahí, o casi todo: el gabinete legal y ampliado de Calderón; los delegados federales; los 17 presidentes municipales; la abrumadora mayoría de los diputados locales; los diputados federales; invitados especiales, de los sectores social y privado y agréguele a quien usted guste. Calderón ya veía el final de su mandato y quería gozar plenamente de sus últimos meses como gobernador de Sinaloa.
-0-
Obvio:
Un acontecimiento de tal magnitud tenía que ser difundido ampliamente por los medios de comunicación de la época, de tal manera que todos, sin excepción, fueron invitados a aquello que era una especie de despedida y también de homenaje para el gobernador Calderón.
En el caso particular de El Sol de Sinaloa, quien esto escribe fue comisionado para la cobertura del evento, por el director Herberto Sinagawa Montoya. Este columnista todavía no tenía la responsabilidad de las fuentes de gobierno, porque estaba como encargado de la campaña política de Antonio Toledo Corro; pero Sinagawa lo sentenció:
-Pues ya, de una buena vez; son tuyas las fuentes oficiales.
Así las cosas, esa mañana, con las primeras luces del alba, abordamos un helicóptero militar en el aeropuerto de Bachigualato, con destino hacia San José de Gracia: Isaías Ojeda Rochín, de El Debate; Héctor Estrella, de Noroeste; Leonel Solís, de El Diario de Culiacán; Gilberto Castro, del Canal Tres de Televisión; Fidel Borbón Ramos, director de El Diario; este columnista y Leopoldo Avilez Meza, jefe de la expedición en su calidad de director del área de comunicación social del Gobierno del Estado.
Vuelo sin contratiempos. Minutos (20 o 25) más tarde, arribábamos al pintoresco poblado, todo cubierto de verde, por las precipitaciones de la época; con sus techos de teja roja y sus paredes de un blanco, ya muy castigado por la erosión. Comenzaba el desayuno en el patio de la vieja casona y llovía de manera apenas perceptible. Lleno total. Gente por doquier.
El programa transcurrió sin novedad: la reunión de evaluación – en la que el gobernador Calderón citó quien sabe cuantas veces a Rosa Luz Alegría – y la llamada telefónica al presidente López Portillo, desde la caseta ubicada en la parte más alta del poblado. Dijeron, después, que nunca hubo contacto con JoLoPo; pero Calderón habló, en tono alto y grave, como si del otro lado de la línea hubiese estado, en realidad, el entonces titular del Poder Ejecutivo Federal.
Una vez concluida la agenda oficial, una parte de los invitados emprendió la retirada; entre ellos, la representante del presidente López Portillo. El clima no era precisamente el mejor; pero los pequeños aviones hacían fila en la pista para el despegue, con destino a Culiacán y Los Mochis, particularmente. Algunas aeronaves volverían en el curso de la tarde.
En algún lugar de la finca, se presentó un largo y soporífero audiovisual – por supuesto, sobre la obra de Calderón – que los invitados tuvieron que soportar antes de la comida, ésta servida a lo largo de pasillos y corredores de la finca porque el clima tendía a empeorar. Pese a eso, el ambiente era de fiesta, con cuando menos tres grupos musicales que se alternaban para entonar, una y otra vez, el himno de don Alfonso: los Caballos que corrieron.
Mucha comida: barbacoa, carne asada, pollos asados, mole, frijoles puercos, arroz, carne machaca, en fin. Y también mucha bebida: refrescos, cerveza, tequila y Johny Walker, el whisky, del patrón.
Hacia las 4 de la tarde, Polo Avilés dispuso que era hora de partir a Culiacán puesto que la lluvia había dado un respiro y algunos rayos de sol se dibujaban en el horizonte. Presurosos caminamos hacia el helicóptero; sin embargo, en la medida que transcurrían los minutos, negras nubes cerraban el firmamento y el viento aullaba entre los cañones de la sierra. No estábamos muy convencidos de nuestra integridad; pero, en fin: no quedaba de otra.
-Capitán: ¿está seguro de que nos podemos ir? – le preguntó Polo al piloto, entre titubeos.
-Si, mire: allá, entre aquellos dos cerros, hay un claro -contestó, al tiempo que con su dedo señalaba el espacio -. ¡Por ahí vamos a salir!
Y hacia allá. Hacia ese punto, partió la aeronave, misma que a los pocos segundos comenzó a saltar por el aire; tomó algo de altura y se perfiló hacia el agujero entre la densa nubosidad; pero ráfagas de viento lo zarandearon violentamente, al grado tal de que se aproximaba, de costado, hacia las paredes del cerro, al tiempo que la lluvia se estrellaba sobre los cristales, en medio de los esfuerzos de la tripulación por mantener el aparato bajo control y ante las caras desencajadas y ojos desorbitados de los señores periodistas.
En tan difícil situación, Avilés dio la orden de regreso y el helicóptero, con grandes dificultades, viró 180 grados para volver a San José de Gracia, donde aterrizamos, de nuevo, no sin antes un par de sustos monumentales, para manifestarle luego nuestro agradecimiento al creador, por habernos permitido retornar sanos y salvos a tierra firme.
En mi trayectoria periodística, hubo algunas más y diversos contratiempos en otras ocasiones – así siempre en giras de un gobernador -; pero ninguno, sin duda, como ese de San José de Gracia.
-0-
De lo que tampoco tengo duda, es que jamás, en mi vida, he visto llover como ese día en San José de Gracia, una vez que aterrizamos y buscamos refugio en los pasillos de la finca donde la fiesta, la cual, por supuesto, no sufrió ninguna interrupción. Por el contrario, parecía más animada que nunca.
¡Que manera de llover! Literalmente daba la impresión de que el cielo se caía sobre el poblado. Los truenos sacudían la casona y los rayos rompían la prematura obscuridad de la tarde, lo que se prolongó, de manera intensa, durante una hora, cuando menos.
Así, “después de un día lluvioso, la negra obscuridad” y aunque cesó la precipitación, se canceló toda posibilidad de regresar ese mismo día a Culiacán, ciudad con la que no teníamos ningún tipo de contacto, por ninguno de los medios utilizados hasta esa fecha, precortesianos, en la actualidad.
En las redacciones de nuestros respectivos medios imperó la preocupación ante la falta de noticias y no fue sino hasta ya entrada la noche, cuando Avilés contactó con directores y jefes de redacción para dar a conocer lo sucedido.
La información se guardaba para mañana.
Y allá, en lo alto de la sierra, la fiesta siguió más allá del anochecer y la segunda preocupación fue esa precisamente: donde pasaríamos la noche, sin ninguna medida de protección ante las cambiantes condiciones del clima. Algunos lo hicimos en el pasillo de la escuela – con nuestra libreta de apuntes como almohada - otros, más afortunados, en el interior de la iglesia del lugar. Eso sí, nadie tuvo asilo en la casona.
El amanecer, en cambio, nos trajo un día soleado, aunque húmedo; un calor agradable e inmejorables condiciones para volar.
A eso de las 8 de la mañana, ya todos tranquilos, le decíamos adiós a San José de Gracia, poblado que, visto desde las alturas, comenzaba a hacerse chiquito, segundo a segundo, en la medida en que el helicóptero tomaba vuelo y se perfilaba, sin problema alguno, a la ciudad de Culiacán.
Ahí queda todo: para el recuerdo.
-0-