La elección popular de jueces y magistrados del Poder Judicial de la Federación, programada para el próximo 1 de junio de 2025, marcará un parteaguas en la historia institucional de México. En apariencia, representa un avance democrático: por primera vez, la ciudadanía decidirá quiénes impartirán justicia a nivel federal. Sin embargo, detrás de esta narrativa se ocultan profundas tensiones entre la legitimidad electoral y la independencia judicial.
Impulsada por la reforma constitucional de 2024, esta transformación fue vendida como una medicina contra el cáncer del nepotismo y la corrupción judicial. Pero al igual que ocurre con muchos tratamientos de choque, la cura puede estar generando efectos secundarios tan o más graves que la enfermedad.
El nuevo proceso ha suscitado preocupaciones legítimas desde diversos frentes. Primero, la independencia del Poder Judicial —principio esencial en cualquier Estado de derecho— corre el riesgo de diluirse en un mar de intereses partidistas y clientelares. Convertir a los jueces en candidatos obliga a que su actuación esté sujeta al escrutinio electoral más que al marco normativo, distorsionando su papel como garantes de derechos y no como operadores políticos.
A ello se suma la inclusión de aspirantes con trayectorias preocupantes: abogados vinculados al crimen organizado, personajes con antecedentes penales, y otros sin trayectoria judicial alguna. El INE, con todos sus esfuerzos institucionales, ha enfrentado una avalancha de más de 3,400 postulaciones para 881 cargos sin contar con los recursos ni el tiempo suficientes para una evaluación exhaustiva. Las campañas judiciales han comenzado, pero muchos ciudadanos apenas comprenden los perfiles o funciones de quienes están por elegir. La complejidad del sistema judicial ha sido reducida al espectáculo electoral.
La pregunta es clara: ¿puede un juez rendir cuentas ante el electorado sin comprometer su imparcialidad? ¿Debe su actuación responder a la voluntad popular o al imperio de la ley? La historia constitucional de México ha establecido controles para evitar que los jueces sean rehenes de coyunturas políticas. Hoy, con esta reforma, ese principio está siendo puesto a prueba.
El riesgo no está en democratizar el Poder Judicial, sino en hacerlo sin construir antes los candados que aseguren su autonomía. La transparencia y la rendición de cuentas son necesarias, pero no deben confundirse con la exposición electoral indiscriminada. La justicia no debe ser popular, debe ser justa.
El proceso electoral en curso no puede detenerse, pero sí corregirse. El éxito de esta reforma dependerá no sólo del resultado del 1 de junio, sino de la voluntad institucional para blindar al Poder Judicial de presiones indebidas. Lo que está en juego no es solo una elección, sino la calidad de la justicia que recibiremos como sociedad.
México está en una encrucijada: puede reforzar su democracia con un Poder Judicial accesible y transparente, o puede debilitarla si convierte la toga en un trofeo electoral más. Que no se nos olvide: sin justicia independiente, no hay democracia posible.
CPC, LD y MI Gilberto Soto
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