Por los niños de Culiacán, por las niñas de Badiraguato...por los sinaloenses.
Por allá en enero, previa a las fechas del carnaval, ya discutíamos con inquietud los riesgos que la violencia e inseguridad, que habían arrasado Culiacán y áreas cercanas, se expandieran hacia Mazatlán. Este último, símbolo económico y cultural de Sinaloa, representa la esperanza y el futuro de un estado que ha vivido tensiones históricas. Aquella conversación no fue más que una anticipación de una catástrofe que hoy, lamentablemente, se ha hecho realidad.
La expansión del clima de violencia ha sido rápida y devastadora. Los recientes acontecimientos han demostrado que el cáncer de la inseguridad ya ha hecho metástasis por todo Sinaloa. En cuestión de semanas, la percepción de seguridad ha cambiado drásticamente, evidenciando que la crisis, que hoy cumple ocho meses, tiene efectos colaterales insospechados.
Si antes considerábamos el costo de esta crisis solo en términos económicos, hoy podemos afirmar que su impacto es mucho más profundo. La bancarrota generalizada de Sinaloa no es una posibilidad lejana; es una amenaza inminente si no se implementan mecanismos efectivos de contención. El daño es visible, y la desesperación entre la población sigue creciendo.
Los problemas son multifacéticos: la crisis hídrica provocada por la sequía y el mal manejo del agua se suma a la problemática agrícola, que se ve afectada por aranceles injustos. El 21% impuesto a las hortalizas, junto con una disminución en la producción de otros cultivos, resulta en una combinación destructiva para la economía local. Este cóctel fatal no solo amenaza a los productores, sino que invade todos los sectores de la sociedad sinaloense.
Imaginemos por un momento el impacto de un reflujo turístico en Mazatlán, que ya comenzó a disminuir debido a la falta de seguridad. Un "warning" por parte de Estados Unidos y Canadá podría marcar el final del turismo en la región. Esto sería sumamente trágico, pues colocaría a Mazatlán en la misma senda de crisis que enfrenta Culiacán actualmente. La conexión entre la violencia y la economía es directa y palpable; el miedo aniquila cualquier intento de desarrollo.
Peor aún, si la violencia abraza a municipios como Guasave y Ahome, estaríamos ante una tormenta perfecta; una crisis que alcanzaría a cada rincón de Sinaloa. Las vidas de millones de sinaloenses se verían afectadas de manera irreversible, transformando la tragedia personal en un desastre colectivo.
Es vital escuchar el llamado de auxilio que ha levantado el gobernador Rubén Rocha. El apoyo del gobierno federal debe ser inmediato y contundente. No se trata solamente de una cuestión de recursos; se requiere un liderazgo fuerte, que articule esfuerzos y concrete acciones que verdaderamente resguarden la seguridad y la paz social en Sinaloa. Las fuerzas conjuntas actuales son insuficientes, y esta situación no puede seguir postergándose.
También recordemos que la experiencia de Ciudad Juárez, que vivió un periodo oscuro entre 2009 y 2011, nos enseña que la recuperación no es solo un desafío logístico, sino una lucha por la identidad y el futuro de una comunidad. Ciudad Juárez perdió cerca de 600,000 habitantes durante su crisis. Hoy, más de una década después, aún lucha por recuperar su población y su tejido social. Sinaloa no debe caer en este ciclo de destrucción.
La violencia, como bien expone León Gieco en su canto sobre la guerra, "es un monstruo grande que pisa fuerte", y deja cicatrices profundas. La herida abierta de Sinaloa tomará años en sanar si no actuamos con determinación y unidad. Es hora de que todos unamos nuestras fuerzas: empresarios, ciudadanos, políticos y autoridades. Cada uno, desde su trinchera, debe contribuir a la construcción de un Sinaloa pacificado y esperanzador. Necesitamos ya un liderazgo claro del gobierno; de lo contrario, el futuro se vislumbra sombrío.