Apenas mes y medio queda para que el gobernador Rubén Rocha rinda su cuarto informe de gobierno. Un evento que promete ser la antesala de lo que, a todas luces, se presenta como la despedida del que se pensó sería el mejor sexenio de Sinaloa, y que, por el contrario, ha tenido la triste distinción de convertirse en el peor. La ironía es evidente: se nos prometió una gestión que, sin embargo, se ha visto arrastrada por la ineficacia y la frivolidad. ¿Qué sucedió? La respuesta es tan obvia que duele: se confiaron ciegamente en que el carisma de AMLO y sus meceres políticos podrían cargar sobre sus hombros el peso de un estado que exige más que admiración y palabrería vacía.
Lamentamos la oportunidad malograda, el capital político dilapidado. Imaginemos el potencial de Sinaloa bajo un liderazgo capaz, pero en lugar de eso, nos encontramos con una administración inmersa en clichés, mentiras y veneraciones insensatas. La idolatría ha transformado lo que pudo ser un triunfo en un acto de ineptitud, arrojando por la borda la mejor oportunidad que un gobernador haya tenido en décadas.
El pueblo llora, la pena se siente en el aire. Este sexenio ya está perdido. Lo único que podemos desear ahora es evitar que la próxima década se convierta en un eco de esta debacle, algo que parece inevitable si las tendencias actuales persisten. Pero, ¿qué se tiene que hacer para evitar un naufragio más grande? La respuesta es sencilla, aunque tal vez difícil de implementar: necesitamos recomponer las coordenadas del trabajo que garantice la paz, la seguridad y la tranquilidad.
Esto solo será posible mediante un poderoso movimiento social; uno que esté libre de poses y simulaciones, cimentado en un respeto genuino hacia todos los sectores de la sociedad. Es imprescindible que las autoridades se alineen, que organicen sus esfuerzos en lugar de sabotearse mutuamente, y que se forme un solo mando militar que pueda ejercer control y organizar las funciones estatales de manera efectiva.
La realidad es brutal: la fuerza del Estado se muestra impotente. Prueba de ello son las múltiples expresiones de inseguridad que inundan nuestras calles, mientras una creciente sensación de miedo y frustración se adueña de los ciudadanos. Las comunidades de la sierra, antes vibrantes, están abandonadas, y en las colonias urbanas se murmura «¿y ahora quién será la víctima?». La muerte y la violencia han dejado de ser excepciones y se han convertido en la norma.
Un milagro no es una opción. Sinaloa no recuperará su estabilidad económica en un abrir y cerrar de ojos. No, eso requiere restablecer primero la paz, y de ahí, los demás elementos fluirán naturalmente. Sin embargo, mientras continuemos escuchando discursos grandilocuentes y promesas vacías, como las perlas de la virgen ofrecidas por la presidenta y el gobernador, cualquier esperanza de cambio se diluirá.
Acaso no se advierte que se ha dado un dislocamiento del alma sinaloense, donde el ser no encuentra el querer y con esto se pierde el sentido de todas las cosas.
La pesca, la agricultura, el béisbol… todo está listo para florecer, pero el verdadero vínculo que une a la sociedad —la paz— brilla por su ausencia. Y así, la pregunta persiste: ¿qué esperar? ¿Un milagro? Suena a chiste. Y, sin embargo, aquí estamos: ante un discurso que prometió soluciones inmediatas, a base de dinero y promesas vacías. Un esfuerzo auténtico por la paz es el único camino viable. Pero dudo que eso ocurra. Nunca ha sido diferente en ningún conflicto, en ningún lugar.
