La reciente iniciativa enviada por el Ejecutivo al Congreso para reformar la Ley de Amparo se presenta bajo el discurso de “agilizar” los procesos, “cerrar abusos” y “proteger el interés social”. Sin embargo, detrás de esas banderas aparentemente nobles, late un riesgo profundo: el debilitamiento de uno de los instrumentos más trascendentes de control constitucional y de defensa de los derechos fundamentales en México.
La suspensión del acto reclamado es la herramienta que permite detener, de manera provisional, los efectos de una decisión de la autoridad mientras se analiza su constitucionalidad. Es, en esencia, el escudo que evita que un ciudadano sufra daños irreparables antes de que un juez resuelva. La iniciativa pretende negarla de forma automática cuando se invoquen conceptos tan amplios y maleables como “interés social” u “orden público”. En los hechos, esto abre la puerta a que la autoridad fiscal, administrativa o incluso penal, imponga actos con fuerza irrestricta, blindados frente a la cautela judicial. El ciudadano queda expuesto y el amparo corre el riesgo de transformarse en un remedio tardío e inútil.
La propuesta también pretende restringir la legitimación, exigiendo que la afectación sea “real, actual y diferenciada”. Aunque en apariencia suena razonable, el trasfondo es claro: cerrar el acceso al amparo a colectivos, asociaciones y ciudadanos que defienden causas de interés difuso —medio ambiente, salud, competencia económica—. Es un retroceso frente a la apertura conquistada con la reforma constitucional de 2011, que buscó ampliar el acceso a la justicia. Reducir la legitimación es reducir la voz ciudadana.
Ya en marzo de 2025 se había limitado el alcance de las sentencias de amparo, prohibiendo que generaran efectos generales. Hoy se pretende endurecer aún más las condiciones cautelares y procesales. La narrativa política es conocida: evitar que “delincuentes salgan libres” o que “empresarios abusen” de suspensiones fiscales. Sin embargo, la realidad es otra: se está cerrando el cerrojo de la justicia frente al poder del Estado. El verdadero abusador puede terminar siendo la autoridad, no el gobernado.
La Ley de Amparo es el pilar que equilibra el poder de los órganos estatales. Restringirla no fortalece al sistema de justicia: lo debilita. En un país donde la desconfianza hacia las instituciones es alta, minar la confianza en el amparo significa quitarle a los ciudadanos la última línea de defensa frente al abuso de poder. Bajo el argumento del “interés social” se corre el riesgo de uniformar la voz del Estado e invisibilizar las del ciudadano.
La reforma presentada no es, como se anuncia, una modernización para agilizar procesos. Es un rediseño estructural para limitar la fuerza del amparo como contrapeso democrático. El Estado busca blindarse frente al escrutinio ciudadano, en un contexto de creciente concentración de poder. La verdadera pregunta que debe hacerse el Congreso no es si la reforma evitará abusos de particulares, sino si el precio a pagar es renunciar al derecho de los mexicanos a contar con un amparo efectivo, ágil y robusto.
CPC, LD y MI Gilberto Soto Beltrán
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