El pasado 7 de septiembre, Culiacán se vistió de blanco en una marcha histórica por la paz. Miles de voces se unieron para gritar lo que las autoridades parecen no escuchar: el hartazgo frente a la violencia y la exigencia de un futuro seguro. El éxito fue innegable; la sociedad civil, la Iglesia y el sector empresarial demostraron que la unión puede ser más fuerte que el miedo. Sin embargo, lo que quedó al descubierto tras esta movilización fue la debilidad de la respuesta gubernamental, marcada por la improvisación, la retórica vacía y la ausencia de acciones concretas.
Mientras los ciudadanos mostraron madurez y disciplina, el gobierno estatal y federal reaccionó tarde y a la defensiva. El gobernador reconoció que “aún no hay paz en Sinaloa”, como si se tratara de un hallazgo novedoso, cuando en realidad esa es la realidad que se vive día a día en las colonias, carreteras y comunidades. Reconocer el problema no basta: la gente exige soluciones, no diagnósticos reciclados.
La presencia anunciada del gabinete de seguridad federal en la entidad pareció más una medida mediática que un plan serio de intervención. ¿De qué sirve la visita de funcionarios si lo que se necesita son estrategias permanentes, policías confiables y un sistema de justicia que no sea cómplice de la impunidad?
El primer desacierto del gobierno fue minimizar la marcha en su discurso inicial. En lugar de abrazar el movimiento ciudadano y comprometerse de lleno con él, se optó por declaraciones tibias que reconocen el problema pero evaden la autocrítica. La gente no salió a las calles para escuchar obviedades, sino para exigir acciones inmediatas.
Otro error fue la falta de sensibilidad hacia las víctimas. Miles de familias cargan con el dolor de la violencia, pero el gobierno sigue respondiendo con estadísticas y frases protocolarias. No hubo un reconocimiento público hacia quienes han perdido a sus seres queridos, ni compromisos claros para dar seguimiento a casos impunes.
Esto obligo a las autoridades estatales a tomar la decisión de cancelar las fiestas patrias en Culiacán, una de las celebraciones más importantes para la identidad nacional, debido a la inseguridad. El hecho de que la violencia haya arrebatado incluso los símbolos de unidad y orgullo patrio evidenció la dimensión de la crisis. Y como si fuera poco, la Presidenta de la República declaró que la situación no se debía a la violencia sino a la sequía, un argumento que fue percibido como una burla para el pueblo de Sinaloa. ¿Cómo puede explicarse que las calles estén manchadas por la violencia y que, en lugar de reconocerlo, se intente desviar la atención hacia factores climáticos?
Finalmente, la mayor falla es la ausencia de un plan integral. Se habla de paz, pero no hay un programa detallado que combine prevención social, fortalecimiento policial, investigación criminal y apoyo a las víctimas. Sin ese conjunto de políticas, la marcha corre el riesgo de convertirse en un símbolo poderoso, pero aislado.
La marcha por la paz en Culiacán fue una lección de civismo: la sociedad demostró que puede organizarse, caminar en paz y exigir con dignidad. El gobierno, en cambio, quedó reprobado al no estar a la altura de la exigencia. En política, los gestos importan, pero los resultados pesan más. La ciudadanía ya no se conforma con discursos; quiere calles seguras, justicia real y un futuro sin miedo.
El gobierno tiene dos caminos: convertir esta marcha en un parteaguas y responder con hechos, o repetir la inercia de promesas incumplidas que sólo agrandan la desconfianza. La paz no se logra con declaraciones ni con evasivas, se conquista con valor, coherencia y resultados.
CPC, LD y MI Gilberto Soto Beltrán
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