El próximo domingo 20 de julio, se llevara a cabo la primera reunión del comando del Consejo Nacional de Seguridad en Sinaloa, una instrucción dictada por la presidenta Claudia Sheinbaum, que busca responder a la crisis de inseguridad y violencia que asola al estado. Sin embargo, este encuentro parece ser más simbólico que efectivo, reflejando un enfoque que, lamentablemente, no aborda las raíces del problema.
Desde el inicio del conflicto en Sinaloa, los altos mandos militares han manifestado que la resolución de la violencia depende de un pacto entre las fuerzas en conflicto o de la extinción de una por parte de la otra. El general Francisco de Jesús Leana Ojeda, quien encabezaba la Tercera Región Militar, subrayó que el papel del Estado es limitado, insinuando que la verdadera solución a la crisis de violencia no provendría de la intervención gubernamental, sino de las dinámicas del crimen organizado. Esta percepción crítica ha sido corroborada por las cifras alarmantes de homicidios durante la administración del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), que suman más de 250,000 asesinatos bajo su lema «abrazos, no balazos», una política que ha sido ampliamente cuestionada y considerada como un acto de claudicación estatal frente al crimen.
El desafío que enfrenta el gobierno federal es monumental. La violencia en México no es un fenómeno reciente, sino que tiene raíces profundas que se han arraigado durante décadas. Estados como Michoacán, Guanajuato y Veracruz han sido testigos de un ciclo continuo de violencia que parece perpetuarse sin solución a la vista. La falta de una estrategia clara y efectiva, que no solo aborde los síntomas de la inseguridad sino también sus causas estructurales, permite que estos problemas se reproduzcan, dejando en evidencia la ineficacia de políticas basadas en el diálogo superficial.
La reunión del Consejo de Seguridad Nacional puede ser vista como un intento de dar una respuesta inmediata a una crisis que ha sido ignorada por años. No obstante, la reiteración de compromisos gubernamentales sin un plan concreto resulta ineficaz. Sinaloa, al igual que otros estados del país, ha sido víctima de una violencia desbordante que no puede ser contenida únicamente a través de declaraciones formales y encuentros aislados. La retórica política necesita traducirse en acciones decididas y concretas que enfrenten a los verdaderos generadores de violencia: el crimen organizado y la corrupción institucional que lo alimenta.
El teatro político que podría resultar de esta reunión no es en absoluto ajeno a un patrón más amplio: el de la incapacidad del Estado para enfrentar la realidad cruda que dibuja el general Leana. A menos que se adopte un enfoque integral que considere la justicia social, la erradicación de la impunidad y una política de seguridad pública que no sólo se limite a la represión, es probable que las crisis de inseguridad y violencia continúen intensificándose.
La lucha contra el crimen organizado demanda un compromiso firme y estratégico que trascienda las meras reuniones protocolares y que apueste por una nueva política de seguridad que realmente busque erradicar el mal desde sus cimientos. Así, el futuro de Sinaloa y del país dependerá de una transformación genuina en el enfoque del gobierno ante el crimen organizado, una tarea monumental que requiere más que solo palabras.