En un aparente acto de firmeza institucional, el Congreso mexicano ha aprobado una reforma profunda a la Ley Federal para la Prevención e Identificación de Operaciones con Recursos de Procedencia Ilícita (LFPIORPI), así como al artículo 400 Bis del Código Penal Federal. A primera vista, se trata de un paso necesario para cumplir con los estándares internacionales del GAFI y combatir con mayor eficacia el lavado de dinero. Pero al rascar un poco bajo la superficie, es inevitable preguntarse si esta reforma combate al crimen o, en realidad, criminaliza a los ciudadanos bajo el disfraz del cumplimiento.
La ampliación de sujetos obligados a incluir a desarrolladores inmobiliarios, fideicomisos, operadores de activos virtuales, notarios y hasta asociaciones civiles podría parecer una medida lógica en el contexto actual. Sin embargo, la obligación de reportar clientes, identificar beneficiarios controladores y ejercer un control sobre “personas políticamente expuestas” sin una orden judicial abre la puerta a un sistema de vigilancia financiera preocupante. La reforma no solo busca saber quién eres y cuánto tienes, sino también con quién te asocias y cómo gestionas tu patrimonio. El Estado exige conocer los flujos de dinero privado con el pretexto de que cualquiera podría estar lavando dinero.
¿No es esta una peligrosa inversión de la carga de la prueba? El principio de presunción de inocencia, tan vital en un Estado de Derecho, se ve erosionado cuando se parte del supuesto de que todo patrimonio debe ser monitoreado hasta que se demuestre su limpieza.
Aún más preocupante es el incremento del poder de fiscalización a manos de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) y del Servicio de Administración Tributaria (SAT), quienes podrán intercambiar información sin una resolución judicial. Y, como si no fuera suficiente, se contempla la participación de la Guardia Nacional en funciones de supervisión. La militarización de la lucha contra el lavado es un precedente que debería escandalizar a cualquier demócrata.
En lo penal, la modificación del artículo 400 Bis profundiza la persecución al ampliar la responsabilidad a beneficiarios controladores y endurecer penas. Pero ¿cuántas empresas familiares, fideicomisos de protección patrimonial o asociaciones legítimas podrán verse arrastradas en investigaciones por simples omisiones administrativas?
La gran contradicción de esta reforma es que, si bien se vende como un escudo contra el crimen organizado, no afecta en lo más mínimo las estructuras reales de poder económico criminal. ¿Dónde están las medidas para rastrear contratos públicos, licitaciones simuladas, redes de corrupción política? ¿Por qué se vigila con lupa a los notarios y no a las instituciones bancarias que permiten flujos multimillonarios sin control?
La lucha contra el lavado de dinero debe ser firme, sí, pero no puede convertirse en una herramienta más de control ciudadano. Si todo mexicano es tratado como sospechoso en potencia, el Estado no está protegiendo la legalidad, está instaurando una presunción generalizada de culpa. Y eso no es justicia, es autoritarismo financiero.
La reforma fiscal-financiera aprobada en junio de 2025 representa un avance técnico, pero también un retroceso ético. La vigilancia no puede ser el nuevo lenguaje de la legalidad. Si el Estado mexicano quiere combatir el crimen, que empiece por limpiar sus propias filas, y no por convertir al ciudadano común en un presunto delincuente por tener una cuenta bancaria, una propiedad o un fideicomiso.
CPC, LD y MI Gilberto Soto Beltrán
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