
La década de los años 40 guarda en su memoria un eco que resuena en el presente. En aquel tiempo, el nacionalismo mexicano promovía una estrategia de sustitución de importaciones que, aunque con intenciones claras, derivó en lo que algunos podrían llamar la «época de la carencia». El Estado, en su papel de propietario, productor y empresario, se enfocaba más en la eliminación de la iniciativa privada, erradamente considerada el obstáculo para el desarrollo nacional. Esta lógica, basada en la premisa engañosa de que el éxito reside en la propiedad y no en la capacidad de crear y producir, sentó las bases de un periodo prolongado de escasez.
El «milagro mexicano» se sustentó en tres grandes pilares: la expropiación petrolera de 1938, la nacionalización de la industria eléctrica en 1960 y la creación de tres importantes zonas de desarrollo agropecuario: Tamaulipeca, La Laguna y el noroeste, que abarca Sonora y Sinaloa. Sin embargo, el sector industrial experimentó un gran fracaso; la demanda nacional apenas se cubrió en algunas áreas, como la energética y la siderúrgica. Esto resultó en una crisis prolongada de carencia en el consumo de bienes esenciales, desde alimentos hasta vestimenta y equipamiento para hogares y negocios.
Hoy, es preocupante ver cómo se repite esta lógica. Los lineamientos del plan México de la presidenta Claudia Sheinbaum parecen un eco del pasado, intentando recrear un esquema de sustitución de importaciones y promover la creación de industrias propias en todos los sectores, incluida la farmacéutica. Este enfoque olvida que, en sus siete años de gobierno, la administración de la 4T ha acumulado deudas por billones de pesos, bloqueando e incluso persiguiendo el capital privado, como evidencian los casos de Iberdrola y el aeropuerto de la Ciudad de México, que fue demolido a pesar de contar con un avance significativo.
El derroche en proyectos como el Tren Maya, la refinería de Dos Bocas, el aeropuerto Felipe Ángeles y la línea aérea mexicana de aviación asciende a un billón de pesos, con costos adicionales anuales estimados en 100,000 millones de pesos. En este contexto, los programas sociales se han convertido en plataformas electorales, con un gasto presupuestal de 1.2 billones de pesos, mientras se desmantelan instituciones vitales en sectores como la salud, educación y desarrollo agropecuario.
La política de la 4T parece marchar sobre dos rieles: por un lado, socava y corrompe instituciones que alguna vez funcionaron, dejando a la juventud y a los enfermos a la deriva; por el otro, cultiva un ejército de ciudadanos enajenados, al servicio de estrategias electorales con un aroma preocupante de dictadura.
Ante este panorama, se anticipa un nuevo fracaso en la producción de sustitución de importaciones. Difícilmente se construirán fábricas de medicamentos que satisfagan las necesidades del sector salud, y la historia se repetirá con contrataciones de proveedores que carecen de los requisitos necesarios para surtir los medicamentos. Las promesas de la megaobra de Pemex son, una vez más, parte de un discurso vacío. En suma, el país no puede permitirse otra etapa de ineptitud y desperdicio; el camino hacia adelante requiere una reflexión seria y un cambio radical en la forma de gobernar.