
En un país donde los desaparecidos superan los 100 mil, la indignación se convierte fácilmente en coartada legislativa. El Senado de la República ha dado paso a una reforma que, bajo el pretexto de agilizar la localización de personas ausentes, abre las puertas a un sistema centralizado de vigilancia estatal sin precedentes: la Plataforma Única de Identidad y la CURP biométrica.
No se trata únicamente de modernizar un registro civil ni de cruzar bases de datos con fines humanitarios. Se trata de entregar al Estado el acceso ilimitado a huellas dactilares, reconocimiento facial, registros financieros, de salud, telecomunicaciones, transporte, religión y hasta adicciones. Todo enlazado a una simple CURP, sin consentimiento explícito del ciudadano, sin auditoría independiente, sin plazo de retención de datos y sin un marco jurídico sólido que limite su uso arbitrario.
La reforma fue aprobada a oscuras, como muchas otras en el México del “ya pasó”. Un documento de más de 150 páginas, con más de 300 artículos, fue entregado en horas previas a su votación. Se rechazaron reservas, no se dio lugar a un debate profundo y las voces de los colectivos de familias de desaparecidos —quienes entienden mejor que nadie el dolor, pero también el peligro de entregar un cheque en blanco al poder— fueron ignoradas.
El gobierno promete eficiencia. ¿Pero a qué costo? La historia reciente de México nos recuerda que cuando se entrega poder sin límites, se paga con libertades. Con esta reforma, el ciudadano deja de ser sujeto de derechos para convertirse en objeto de rastreo. Si el gobierno puede saber dónde estás, qué compras, en qué hospital estuviste, qué religión profesas y con quién te comunicas, ¿cuánto falta para que eso se use como arma política, económica o ideológica?
En países como Alemania, Francia o Argentina, los datos biométricos están considerados como “ultrasensibles” y solo pueden ser usados bajo estrictos controles judiciales y consentimiento individual. En México, se están tratando como simples extensiones del nombre, y eso, en el contexto de un Estado históricamente propenso al autoritarismo, es gravísimo.
Más aún, la narrativa oficial sostiene que “quien nada debe, nada teme”. Esa frase, tan cómoda para el poder, es la antesala del totalitarismo. Porque en democracia, el principio debe ser el inverso: quien tiene poder, debe temer al abuso. Hoy, ese principio está siendo pisoteado.
No, no se trata de negar herramientas para encontrar a los desaparecidos. Se trata de exigir que esas herramientas no se conviertan en mecanismos para desaparecer la privacidad de todos. La lucha por la justicia no puede ser excusa para instaurar una arquitectura de vigilancia que ponga en riesgo la libertad, la intimidad y la dignidad del ciudadano mexicano.
México no solo dará un paso hacia el control digital centralizado; dará un salto atrás en materia de derechos humanos. Y eso, en nombre de los desaparecidos, no puede ni debe permitirse.
Porque la verdadera seguridad no se logra vigilando a todos, sino respetando a cada uno.
CPC, LD y MI Gilberto Soto Beltrán
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